Crónicas del Norte / Pt. 3 de 3

// Por: Staff

mar 9 julio, 2013

Ilustración: Elisa Ayala para Luciérnaga Fotografía y WARP

Publicado en WARP Magazine no. 57

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Son apenas las 06:00 de la mañana y ya me encuentro con una botella de mezcal en la mano, música a todo taco, una camioneta con funcionarias de la alcaldía de San Fernando y medio batallón del ejército detrás de mí: surrealismo latinoamericano, realismo norteño.

La primera parada es para abastecernos. La contadora, experta en medidas y presupuestos, compra cerveza como para un regimiento. Yo sigo concentrado en mi mezcal: ninguna cerveza me hará cambiar de opción. La travesía hasta la playa es bastante extensa, por parajes desolados; y no es una carretera fácil de transitar: sólo se puede ir de día, de preferencia con escolta. Topográficamente este lugar de México es bastante especial, pues antes de llegar al mar está la Laguna Madre: una de las más grandes del mundo, un lugar impresionantemente bello, imponente, pero rodeado de horror: otra vez el contraste.

Llegamos a la laguna y paramos en la casa de una señora que ha preparado un recipiente de ceviche, enorme, como para un batallón. Nunca antes había visto tanto camarón junto. Continuamos hacia la casa del alcalde, que es otro fortín en medio de un pueblo bastante discreto y silencioso. Los soldados hacen la avanzada y, en cuestión de segundos, la casa —techos, bardas, interior y exterior— está rodeada de seguridad para nosotros.

El desayuno es ceviche y clamatos. Preparan dos lanchas para ir a la playa: una para el ejército y la otra para nosotros, para las funcionarias y para las infaltables sillas Rimax que esta vez son para la playa. Parece que estas sillas, al lado de la cocaína, son las protagonistas estelares de la historia.

El clima, al cruzar la Laguna Madre para llegar al mar, es un poco inclemente: nubes grises, llovizna, cielo encapotado. Esto no está ayudando al ánimo general, que aunque ha sido suavizado por el mezcal, aún se mantiene medio tenso. Reparto más de mi botella.

Al llegar al mar, sin embargo, el paisaje es impresionante. Se acaba la laguna, el agua dulce se encuentra con el agua salada, la Laguna Madre y Golfo de México. Otra vez los contrastes. Nos bajamos y caminamos hacia la orilla. Ver tantas sillas Rimax me hace pensar más en un simposio que en un paseo por la playa; además, al final, nadie las usa.

Comienza a llover fuertemente y cada uno se dispersa. Guardo mi cámara y mis gafas debajo de una piedra para que no se mojen; me quito la ropa y corro hacia el mar. Una vez adentro pienso que, con la lluvia, el mar es aún más imponente.

Por un momento la lluvia es tan fuerte que se pierde todo de vista: la orilla, las personas, el horizonte. Me encuentro solo, rodeado de agua. Quisiera tener mi cámara conmigo, pero es de esas ocasiones en que sólo la cabeza puede guardar el momento. Por allá, al fondo, veo a la contadora y a sus amigas, también disfrutando del momento. Pienso que este lugar es único en el planeta y que estar aquí es un privilegio irrepetible.

Los contrastes vuelven: pienso que este paraje hermoso seguramente es un puerto de embarque de droga hacia Estados Unidos, idea que corroboro luego, al conversar con uno de los acompañantes. Este lugar no es simplemente un puerto, sino uno de los principales lugares de embarque donde todas las noches, miles y miles de kilos de cocaína que vienen desde Colombia, se embalan para ser entregados en Estados Unidos, a menos de dos horas en lancha.

Y ahí mismo, donde termina la Laguna Madre y comienza el mar del Golfo de México, en Tamaulipas, a pocos kilómetros de San Fernando, todo encaja y se vuelve redondo. El porqué de este lugar, las camionetas del ejército, los muros blancos, las armas, las desproporciones y las sillas Rimax: todo se esclarece.

Pienso en Colombia otra vez.

Somos iguales.

La lluvia se aleja y sale repentinamente el sol. Los pensamientos se desvanecen y voy en busca de mi botella. El sol también es un lubricante de energías, como el mezcal. La vibra general del paseo cambia y cierta hermandad surge entre nosotros y ellos. Sin duda, venimos todos de un mismo contexto y, aunque no se hable de ello, se siente.

Esta playa podría ser perfectamente una playa colombiana y el mezcal una botella de chirrinchi. Colombia y México son hermanos, en las buenas y en las malas. Los muchachos del ejército se libran de sus armas, de sus uniformes, y los ponen a secar al sol; se quitan sus capuchas. Finalmente vemos sus rostros, cruzamos un par de palabras amables con ellos y con las chicas de la alcaldía. Brindamos. Se acaba el mezcal.

Es hora de volver. Durante el regreso a la casa del alcalde, cierto ambiente festivo se da en las lanchas. El sol sigue en pleno. Al llegar, una bienvenida con música termina de suavizar toda situación. Bailamos y, ya sin mezcal, nos pasamos al tequila.

Esta noche tendremos otro concierto en Ciudad Victoria, la capital de Tamaulipas, que es igual de violenta.

Poco a poco voy entendiendo el Norte de México y sus contrastes.

Entiendo también un poco más de Colombia y de nosotros como banda.

Y la gira continúa.