Crónicas del Norte / Pt. 1 de 3

// Por: Staff

lun 6 mayo, 2013

Ilustración: Elisa Ayala para Luciérnaga Fotografía y WARP

Publicado en WARP Magazine no. 55

Se me viene a la cabeza una idea recurrente: esos lugares de ambiente árido y rojizo parecen como de otro planeta cuando se miran desde arriba. El color, las formas y esa enorme soledad de kilómetros y kilómetros, sin gente, sin ruido, silenciosa como Júpiter, me hacen sentir más en una nave espacial que en un avión.

De repente aparece la civilización: fábricas. Veo la primera y luego comienzan a verse más y más, cientos de ellas, como una plaga, que luego chocan contra la ciudad. Aterrizamos. Es el planeta Tierra, Ciudad Juárez, el Norte de México. Pregunto por las fábricas…

Son las famosas plantas maquiladoras de Ciudad Juárez… —me dice el de la silla de al lado— ¡Las pinches fábricas donde trabajaban todas esas mujeres que mataron en los feminicidios de Juárez, güey!

Nunca antes había escuchado esa palabra: “feminicidio”. Seguro nació a partir de toda esa barbarie o de alguna otra, en quién sabe qué otro momento oscuro de la historia, igual que un holocausto, pero sólo de mujeres.

Espeluznante: cientos de mujeres violadas, torturadas, asesinadas y enterradas ahí mismo, en ese desierto del Norte de México, del Sur de Estados Unidos, a sólo unos metros de El Paso, Texas, muchas de ellas con marcas de cuchillo en la espalda —símbolos extraños, como de alguna secta o algo así—. Ese desierto, que desde arriba parecía ser otro planeta, resulta ser un cementerio.

Los pormenores de las masacres, sus responsables, como es de esperarse, siguen siendo un misterio. Esto me hace pensar en Colombia y en la historia que compartimos con México, el terror que, de una u otra manera, permanece en nuestro inconsciente colectivo, un terror que sigue ahí, así tratemos de ignorarlo.

La primera sensación que tenemos de Juárez, además del intenso calor, es su soledad: locales cerrados, calles silenciosas, muy poca gente. Al parecer, luego de la fuerte olas de violencia, muchos de sus residentes se fueron; los demás cruzaron la frontera o se regresaron a sus lugares de origen, luego de fracasar en la odisea de cruzarla. Este Juárez se siente como un pueblo fantasma del Oeste, sin caballos, pero con camionetas 4×4; sin vaqueros, pero con policías. Y esta noche tocaremos en Juárez, seguramente para un público directa o indirectamente afectado por todo esto.

A pocas cuadras del hotel hay un retén policiaco: sucedió un crimen. La calle está bloqueada y noto algo particular, totalmente nuevo para mí: aquí los policías andan con las caras cubiertas con una capucha negra, similar a una máscara de lucha libre, pero sin su alegre colorido. Y es que mostrar la cara en el Norte de México, sin importar si se es de un bando o del otro, puede atraer a la muerte…

Terminas enterrado en el pinche desierto, como todas esas mujeres, güey…

El resto del día pasa sin ningún evento extraordinario, con la cotidianidad de cualquier gira: prueba de sonido, súbele acá, bájale a esto, vuelta al hotel, almuerzo, descanso y luego el show, aunque moverse del hotel para “turistear” no es una opción aquí y la única alternativa que queda es la piscina. Y una vez ahí, al estar simplemente flotando, el cuerpo se transporta y es como estar en cualquier lugar del mundo.

Para nuestro asombro, el show de esta noche es masivo; mucha gente llegó a vernos. Y aunque la banda no estuvo en su mejor momento —algo relativamente normal en el primer show de una gira—, la gente estuvo muy presente y a full: cada nota que sonaba, cada canción que comenzaba, me hacía pensar en cuántas personas del público asistente estarían emparentadas con las mujeres que murieron en el desierto. Sentía esa contradicción, igual que en Colombia, de estar bailando con un hondo pesar adentro: del terror y la tristeza al goce en un solo paso, en una sola baldosa, como el Joe. Y en ese momento, muchos de ellos, seguramente con pasados y memorias trágicas en su interior, estaban bailando y disfrutando de nuestra música: momento sublime en el que me hice consciente de la esencia de esta gira y de la misión real que teníamos al estar acá, en el Norte de México, tocándole con Bomba a toda esta gente.

San Fernando, Tamaulipas, localizado en las llanuras del Golfo de México, a unos pocos kilómetros de Estados Unidos y muy apartado del centro del país, es un municipio del estado más caliente del país. “Caliente” en el sentido colombiano de la palabra, en nuestra jerga, pues Tamaulipas está en llamas por su situación y por su temperatura.

Si en Colombia tuvimos los explosivos años noventa de la narcoguerra, aquí, en el Norte de México, en Tamaulipas, están en el mismísimo Apocalipsis: miles de muertos y cientos de fosas comunes se cuentan hasta ahora a causa de una guerra interminable por el control de las rutas del narcotráfico, situación inevitable cuando se tiene a dos pasos —a unas cuantas brazadas de río o de mar— Estados Unidos.

Cuando se está en esta frontera, todo aumenta su precio absurdamente, incluyendo la cocaína que, cual estrella de telenovela mexicana, es la protagonista estelar de esta historia. Y es que ese polvo de laboratorio que tantas vidas se ha llevado, desde las calles de Nueva York hasta los glaciares de la Patagonia, es la raíz de toda esta barbarie. Increíble, pero cierto: un simple polvo, miles de muertos. Y todavía los políticos cuestionan su legalización.

Llegar aquí fue una completa odisea: avión pequeño hasta Ciudad Victoria; luego, varias horas por una carretera desolada y caliente, parecida a la que lleva de Riohacha al Cabo de la Vela, en un autobús enorme. Varios retenes del ejército; uno de ellos nos detiene, sin mayor percance para nosotros, pues en el autobús sólo hay instrumentos musicales y colombianos dormidos, inofensivos, para su sorpresa. Pregunto luego acerca del ejército y sus labores en esta zona, y me cuentan que ellos hacen doble trabajo acá: el de ejército y el de policía, porque esta última ha sido cancelada de su oficio en casi toda la región: el nivel de corrupción al que llegaron fue tal, que ahora ya no operan.

Llegamos a San Fernando, un pequeño pueblo aún más caluroso que Juárez. Al parecer sólo hay dos hoteles. No creo que haya mucha afluencia de turismo por acá. ¿Seremos nosotros los únicos foráneos por el momento? Nos instalamos en uno de los hoteles, en uno muy sencillo que me recuerda a esos hoteles a borde de carretera en el Magdalena Medio, Puerto Triunfo o algo así. Los empleados del hotel son gente seria, silenciosa. Poca charla. Yo tampoco estoy en sintonía para hablar ni preguntar mucho.