Ducha y directo a la prueba de sonido. Al llegar al soundcheck me percato de que este va a ser un show más insólito que el de Juárez: una pequeña tarima en medio de la plaza principal, con muchas sillas Rimax enfrente, y curiosos alrededor mirando. Las filas de adelante están reservadas para los funcionarios de la alcaldía. Hay uno que otro vendedor ambulante. Todo transcurre normalmente, como cualquier día de un show en una gira: prueba, almuerzo, hotel, ducha, van, show.
Esa noche nos enfrentamos a un público y a una situación totalmente nueva para nosotros: abuelos, papás y mamás, tíos y tías, niños y funcionarios de la alcaldía, todos sentados juiciosamente en sus sillas Rimax, mirando y escuchando a Bomba. Esto es realmente extraño, pues un show de la banda se caracteriza por tener a la gente arriba, siempre bailando. Hacia el final del concierto invitamos a un músico local a tocar el acordeón y ese es el momento en el que se rompe el hielo: la gente se para de sus sillas y se arma una pequeña fiesta. El acordeonista ha salvado la patria y el show.
Pasamos al backstage, que es la plaza misma, pero atrás de la tarima. Comienzan a llegar los curiosos. Nunca antes nos habíamos tomado tantas fotos con la gente. Aparecen todos los jóvenes del pueblo, los mismos que durante el show ni se sintieron, pero que para la sesión de fotos están muy presentes. Pasamos como una hora en esa dinámica. La calidez de la gente es realmente especial y nos contagia. El agradecimiento general por el show es también bastante efusivo. Vuelvo a pensar en lo que me sucedió en Ciudad Juárez: pasar del terror, de la tristeza que genera un entorno violento, al goce. En una sola noche, gracias a la música, esto me trae cierto sentimiento de felicidad, como si estuviera haciendo una labor importante.
Al terminar las fotos, los funcionarios municipales nos informan de algo que definitivamente va a cambiar el curso de la gira y de nuestra percepción sobre esta zona de México: el alcalde nos ha invitado a comer a su casa, una invitación difícil de rechazar por ser la alcaldía la organizadora del evento, a pesar de todo el cansancio que deja un día de viaje y de calor.
Dejamos la plaza y nos vamos a la casa del alcalde. Desde afuera, la residencia parece un fortín: tiene un gran muro blanco, con camionetas 4×4 parqueadas enfrente, cámaras de seguridad y personas custodiando. Entramos y lo primero que salta a la vista es una mesa larga, con muchos platos de comida y algunas botellas de alcohol, instalada en el jardín. En ella están sentados el alcalde y su familia, junto a algunos funcionarios y amigos. Nos saludan efusivamente.
Alrededor de la mesa hay más personajes de bigote atendiendo, custodiando, todos armados. No puedo dejar de pensar en la película “El Mariachi”, de Robert Rodríguez. Me gusta ese tipo de escenas y las disfruto sobremanera; son motivos profundos de inspiración. No es el caso de los demás, a quienes se les nota cierta incomodidad con la situación.
“Nada que no pueda resolver un par de tragos”, pienso, y me dispongo a suavizar la situación. La hospitalidad durante la comida es excelente. El alcalde y su señora son realmente cálidos durante la visita. Sale el tema del mezcal en la conversación, expreso mi fascinación por dicho aguardiente y, al segundo, ya hay una botella sobre la mesa, la cual nos tomamos con ganas.
La tensión se baja un poco. Paradójicamente, el nombre del mezcal resulta ser La Picota, como la cárcel de Bogotá, otro tema de conversación casual que comparto con el alcalde y la comitiva. Ya entrados en tragos, sale el tema de la playa, que es un recurrente en la banda, especialmente de parte de Liliana, que siempre busca una playa a la cual ir; y según nos han dicho, San Fernando está cerca del mar.
Expresamos nuestro deseo de conocer su playa y, dichas estas palabras, en pocos segundos nos organizan un plan masivo para ir a conocerla al otro día. Y digo “masivo”, pues las proporciones que tendría ese viaje serían, hasta entonces, algo sin precedentes en nuestra carrera. La comida se termina y decidimos ir a dormir: al otro día hay que madrugar. Salimos bastante alicorados de la casa del alcalde y con entusiasmo general por el paseo del día siguiente.
Amanece. Tocan a nuestros cuartos personalmente, pues no hay teléfonos en el hotel. Han llegado por nosotros. Todo parece indicar que lo que viene es un paseo cualquiera, hasta que noto cómo es la caravana: una camioneta para nosotros cuatro y las funcionarias delegadas para acompañarnos (contadora, secretaria y asistente). Otra con más personajes, también gente de la alcaldía. Y atrás y adelante de nosotros, dos camionetas de platón, de esas que en la parte de atrás tienen una estructura metálica para una metralleta enorme; los dos vehículos están llenos de agentes, todos encapuchados: son nuestra custodia para el paseo a la playa.
Una vez más pienso en el cine, pero esta vez en una película de esas gringas, donde algún personaje importante de la CIA va a México a hacer algún trámite y lo recargan con medidas de seguridad absurdas. Se siente otra vez la incomodidad en mis compañeros por la parafernalia y el ruido de la situación. Yo sólo pienso que me encanta: es como un profundo estudio sociológico de la región.
Afortunadamente me he traído una botella de mezcal de la noche anterior, la cual abro sin pensarlo —sin desayunar— y comienzo a brindar para suavizar la situación una vez más. El mezcal será el lubricante de este paseo, el tranquilizante de la gira. La música norteña a todo volumen resulta ser la elección de las funcionarias.