Judas and the Black Messiah, de Shaka King, es otra de esas películas “basadas en hechos reales” que pretenden vender una agenda política. Y lo hace muy bien.
Bill O’Neal (Lakeith Stanfield, nominado al Oscar) es un hombre desesperado. Roba autos como única manera de hacerse un lugar en el mundo. Su trabajo es casi poético, como un beatnik que es un criminal como acto estético. La diferencia es que los beatniks escogían ser marginales, delincuentes, parias. Para un hombre negro en los 60 casi no había otra opción: o era un criminal o un radical.
Radical es Fred Hampton (Daniel Kaluuya, también nominado al Oscar y probable ganador; gane o no su actuación quedará en la memoria de los cinéfilos). Hampton es el vicepresidente del capítulo de Chicago de los Black Panthers. ¿Quiénes eran los Panthers? Un partido de liberación del pueblo negro. No creían en el cambio gradual y reformista que defendía Martin Luther King. Para ellos la revolución era armada o no era.
Martin Sheen, como J. Edgar Hoover, director del FBI que señaló a los Black Panthers como “la peor amenaza a Estados Unidos, también otorga una actuación perfecta.
Los Black Panthers se aliaron con grupos de puertorriqueños y blancos pobres para logar “una revolución arcoíris”. La idea era mostrarle músculo a las policía y el gobierno. “Si un policía mata a uno de nosotros, es Dick Nixon quien disparó”, dice Hampton.
A la luz de casos como George Floyd y Trayvon Davis (el primero asesinado por policías, el segundo muerto a manos de un racista), las condiciones de lo afroestadounidenses no han cambiado en casi un siglo. Sí, Obama fue presidente. Sí, hoy hay derechos civiles para (casi) todos en Estados Unidos. Ser negro sigue siendo una de las razones más claras para morir una muerte violenta. Los Panthers trataron de cambiar eso. Violencia se paga con violencia. Que el cambio viniera de inmediato, no en el futuro.
En Judas and the Black Messiah, los destinos de Hampton y Bill se ven unidos en una tormenta llamada FBI. Bill es convencido por un agente del FBI (Jesse Plemmons, como siempre con una actuación superior) de que su única oportunidad de librarse de la cárcel es convirtiéndose en informante, un doble agente infiltrado en los Black Panthers. Esta es la historia del Mesías negro y Judas. ¿Quién será quién?
Es una cinta que va perfecta con el zeitgeist, el aire de nuestro tiempo. Hay verdad en las palabras de Hampton: se puede vestir de colores y cantar ‘We Shall Overcome‘ con los hermanos del mundo. ¿Eso cambiará el estado de las cosas? La película deja pocas dudas al respecto, pero el espectador debe preguntarle eso a su propia conciencia. Es claro que la película es poderosa, su mensaje recuerda a Haz lo correcto, de Spike Lee.
La dirección de Shaka King es extraordinaria. Nacido en los años 80, King está listo para liderar a la nueva generación de cineastas estadounidenses. El guion, que King coescribió, está lleno de ideas provocativas, que sacuden al espectador. Quizá su única falla es no hacer a Bill un personaje más carismático, un verdadero contrapeso a Hampton, que era un poeta del discurso político, capaz de improvisar mensajes sumamente atractivos en cualquier ocasión. ¿Pero tendría que ser el traidor más atractivo que el traicionado?
Al final uno siente un luto que se explica por la conjunción virtuosa de todas las variables de la historia. ¿Merece el Oscar a mejor película? Tiene una batalla cuello a cuello con Nomadland, ambas historias de la marginalidad. El nuevo Hollywood de los directores millennials y cada vez más jóvenes nos llevará a un cine más incluyente. Ojalá.