Luego de la ola de protestas que se suscitaron en Estados Unidos, a partir del asesinato de un ciudadano afro-descendiente, George Floyd, a manos de la policía de Minneapolis a finales del mes de mayo, vida y obra de diversos autores literarios de origen americano fueron cuestionadas por promover, a través de sus títulos, la premisa que se aleja por mucho al principio de la igualdad de las etnias que componen al género humano. H. P. Lovecraft es uno de ellos.
Para nadie es un secreto que se trata de un autor que fue racista. Sin embargo, se puede explicar su racismo, y por extensión el de muchos otros, por sentirse ellos mismos como inadaptados al entorno en que viven, temerosos por lo desconocido; evidentemente, el problema es más complejo, pero este es uno de los factores que inciden en el racismo.
A finales de la segunda década del siglo XIX, Howard Phillips Lovecraft era un desconocido que escribía textos para otros y enviaba cartas a un modesto club de exploración astronómica o daba paseos nocturnos por su viejo barrio de Rhode Island. Entre sus clientes hubo varios cuentistas semi profesionales, amas de casa y hasta un mago célebre: Harry Houdini. Sin duda, esta actividad de ghostwriter le permitió afinar sus instrumentos creativos, pues a partir de 1921 los relatos que bajo su propia firma fue publicando en pulp fictions mostraron una fantástica inventiva que, con los años, lo convirtieron en un escritor de culto.
Desde aquel momento sus colegas, vecinos de aquellas precarias revistas, lo reconocerían maestro de un género peculiar: el horror cósmico, en tanto los lectores comenzaron a seguir la pista de la extraña mitología que ‘El recluido de Providence’, como le llamaban, iba desgranando en las piezas de esa última época de su vida: ‘La llamada de Cthulhu’, ‘El horror de Dunwich’, ‘La sombra sobre Innsmouth’ y ‘El que susurra en la oscuridad’.
En su trabajo no hay fantasmas, ni vampiros o licántropos. Hay enfermedades de la mente y monstruosos seres innombrables que están más allá del bien y del mal, antiguos moradores de la Tierra que fueron expulsados hace milenios y que aún acechan en las esquinas del cosmos o en recónditos y secretos páramos olvidados. Los describió someramente, a ellos y a sus perversas acciones, en multitud de cuentos que malvendió a revistas pulp de la época.
Durante décadas, personalidades del gremio calificaron a Lovecraft como un autor de género, desvalorizando el talento que poseía para describir y adentrarnos en deidades terroríficas. Considerando como un escritor mediocre que abusaba de los adjetivos, Lovecraft es, sin embargo, un autor verdaderamente sobresaliente que creó técnicas literarias que no se le ocurrieron a nadie antes de él. El alcance de su influencia es tal que se han hecho cientos de homenajes a su obra, no solo en la literatura, sino en el cine e incluso en la poesía.
Su principal hallazgo, sin duda, es de orden lingüístico, ya que se dedicó a emplear el lenguaje adecuado para describir y expresar algo que no puede ser expresado, esto que va más allá de lo concebible, de manera que adecuó la ciencia ficción como una forma para comunicar sus ideas filosóficas acerca del hombre y del universo.
Pensemos en ‘Las ratas en las paredes’ o en ‘El horror de Dunwich’, cuando el cuerpo de Wilbur Whateley se disuelve; Lovecraft se dedica a describir la putrefacción que experimenta la materia que antes fue viva. Parte por parte, esta descripción se considera análoga a las ideas del filósofo David Hume, quien afirmó la imposibilidad de percibir los objetos o entidades en sí. Se percibe, sin embargo, sus cualidades. Esto fue llamado más tarde como el realismo especulativo, una aportación en la literatura que hasta la actualidad ha permitido investigaciones y evocaciones académicas.
Se trata de una desnaturalización de lo que percibimos como normal, es decir, una crítica a la naturaleza de la realidad; en una especie de extrañeza, Lovecraft nos dio una introducción a una filosofía materialista y me atrevo a decir que también nihilista respecto al hombre y el mundo que le rodea. Más tarde, este aspecto fue retomado también por Kafka y Michel Houllebecq en ‘Ampliación en el campo de batalla’. Con otro tono, claro, pero ellos sabían lo que hacían en la literatura.
Diversos críticos han afirmado que Lovecraft tenía un gran afecto hacia sus orígenes ingleses, y se decía que su familia era descendiente directa de los primeros pobladores ingleses en Nueva Inglaterra. Tanta era su admiración por el imperio inglés que llegó a considerarse caballero de la reina Victoria. En efecto, tanto Lovecraft como los protagonistas de su obra admiran a los europeos, pues ellos creen ver en estos personajes a una raza de sangre pura, y de modo particular la admiración radica en los británicos, españoles y franceses, aunque también hay una clara admiración hacia la cultura griega, germánica y particularmente la nórdica.
Asimismo, gran parte de los protagonistas de los relatos de Lovecraft son hombres blancos, pero todos ellos carecen de motivaciones románticas, y lo que es más interesante es que todos ellos tienen un profundo temor a lo desconocido y, por extensión, comparten una aversión a los extranjeros, en particular a aquellos que no son blancos.
El racismo de Lovecraft es una característica del autor que hoy nadie pone en duda y que cada lector debe afrontar de la mejor manera. Sin duda hay quien alega que era la época y las circunstancias vitales que le tocaron vivir: un caballero educado a la antigua, con un carácter y una historia familiar muy particulares, y que además vivió en la década de los años 20, un punto histórico en el que el viejo mundo se desmoronaba a su alrededor, con avances sociales cada vez más marcados y, a la vez, se aprobaban leyes que impedían la entrada al país a mexicanos, japoneses o inmigrantes europeos. Hay quien argumenta que en sus últimos años de vida Lovecraft se dio cuenta de las implicaciones de las ideas que defendió durante toda su vida y se retractó.
El problema con Lovecraft es que el racismo es endémico a su literatura: empezando por cuentos muy específicos, como el nada disimuladamente xenófobo ‘El horror de Red Hook’, el poema ‘Sobre la creación de los negros’ o algo más metafórico, pero también irreverente como ‘La sombra sobre Innsmouth’ que hablan de razas ajenas a la pureza blanca, y que amenazaban a la humanidad con su tendencia al mestizaje.
Algo bastante interesante y muy definitorio en las historias del escritor estadounidense es que los personajes, blancos y protestantes, expresaban un miedo teñido de repugnancia a lo desconocido, a lo que viene de fuera. Basta con recordar la cita más insistentemente repetida del autor es “La emoción más fuerte y antigua de la humanidad es el miedo, y el más fuerte y antiguo tipo de miedo es el miedo a lo desconocido“. O a lo diferente, pudo haber añadido.
Al hablar del miedo a lo desconocido, me es imposible no pensar en el mito de la caverna, que presenta Platón en uno de los diálogos del libro VII de La República, el cual puede ser visto como una explicación metafísica de cómo se llega al conocimiento; visto de esta forma, el mito es una teoría acerca de cómo el hombre puede encontrar la verdad, y por lo tanto, el conocimiento de las cosas que le rodean y se encuentran en el mundo.
De salud quebradiza y víctima de una timidez casi patológica y un comportamiento entristecido, Lovecraft vivió toda su vida entre la creencia de que su ascendencia le debería haber garantizado un puesto más destacado en la sociedad, pero al mismo tiempo, se convenció hasta el final de sus días de que su obra literaria no estaba a la altura de los maestros a los que admiraba, como Poe o Lord Dunsany.
Si lo anterior no ayuda a comprender el comportamiento y postura del autor, es posible acudir a otros autores que proponen alternativas para consumir su literatura sin poner en tela de juicio la naturaleza de su pensamiento, de manera que la obra sea conservada, tal como precisó Roland Barthes, lingüista, ensayista, filósofo y crítico que en el año 1967 publicó un ensayo ‘La muerte del autor’, que arremete contra toda crítica literaria que juzga las obras teniendo en cuenta las intenciones y la propia biografía del autor.
Para Barthes la aproximación crítica ideal a cualquier pieza literaria suponía separar por completo el texto de su autor y dejar de considerarlos como algo relacionado. Es decir, el propio autor debe ceder el paso al lector, quien resignifica la obra; en ese sentido, el autor ya no es el único garante del sentido de material. ¿Cómo se puede conocer con precisión la intención del autor? La respuesta es que no podemos. Dicho esto, es probable que Barthes tuviese razón, y suena bastante lógico que la forma ideal de venerar a un escritor sea eliminándolo por completo y conservando tan solo su obra. Interpretar el hecho de matar al autor, ese asesinato metafórico, como la mayor de las reverencias posibles.