Cosquín Rock es, seguramente, el festival más contradictorio y particular de Argentina. Habiendo nacido en la ciudad serrana de Cosquín (provincia de Córdoba) en 2001, debió mudarse por problemas con la administración municipal y por intereses concretos de otros empresarios. Sin embargo, ese traslado -primero a una comuna llamada San Roque y luego a un aeródromo de otra localidad serrana, Santa María de Punilla- significó un quiebre en la historia del festival y un cambio fundamental: de estar emplazado en medio de una estructura urbana pasó a desarrollarse en sendos predios al aire libre, ubicados estratégicamente en el centro del mapa nacional y en medio de paisajes cargados de montaña y lago.
Esa característica geográfica y espacial lo convierte, también, en el acontecimiento rockero de mayor trascendencia en el interior del país y en uno de los pocos festivales que no se desarrollan en sedes de clubes y/o estadios. A diferencia del Pepsi Music, el Quilmes Rock y el Personal Fest (todos ellos con sede en Buenos Aires), Cosquín Rock no es sólo un gran evento con una lista interminable de artistas. Cosquín es, a la vez, sinónimo de viaje, largas caminatas, caravanas de autos, gente acampando y un pueblo entero dedicado a la venta de lo-que-sea durante tres días. Algo que se traduce, puertas adentro, en el espíritu de convivencia que se promueve desde la organización, sobre todo a través de la inclusión de escenarios dedicados a diferentes tribus rockeras (heavy metal, reggae, punk) en forma simultánea con el desarrollo de otras propuestas incluso antagónicas.
No obstante, esa característica distintiva contrasta con el hecho de ser, por lejos, el festival más conservador del país a nivel estilístico. Con una grilla que año a año repite nombres de memoria y agrega escasas novedades, Cosquín Rock parece haber quedado inmerso en la explosión festivalera del rock argentino a inicios del siglo XXI, cuando el hecho de juntar a nombres como Bersuit Vergarabat, Los Piojos y Divididos en un mismo escenario era suficiente para generar revuelo. Sin embargo, la tendencia parece revertirse. El paso de los años, el marketing y el crecimiento de una escena emergente cargada de nuevos valores han obligado a generar cambios que, de a poco y salvando las distancias, emparentan cada vez más a Cosquín Rock con festivales multidisciplinarios como Glastonbury o Roskilde.
2013
La decimotercera edición del festival estuvo cargada de una serie de momentos caleidoscópicos en más de un sentido. Se podría hablar de la “vuelta al mundo” con vista panorámica a todo el predio, del casamiento en vivo de la primera tarde, del espectáculo acrobático de Fuerza Bruta (que contó con once funciones en tres días) o, incluso, del efecto narcótico que ejercen esos casi dos kilómetros de caminata de acceso, con infinidad de puestos de comida y bebida y un río en el medio del trayecto. Pero, hay que decirlo, varias de los momentos más destacados de las tres jornadas de Cosquín Rock se vieron en las performances de algunos de los artistas de una grilla que lució renovada y fresca pese a contar mayoritariamente con artistas consagrados.
El show nostálgico y empalagoso de David Lebón, la actuación fina y detallista de un Pedro Aznar que hizo que pasado y presente se conjugaran de la misma forma y el cierre final de la hipotenusa del triángulo Serú Girán a cargo de Charly García, marcaron el ritmo de una noche apta para todo público.
La gente esperaba la reunión cumbre de “los Beatles argentinos” y tuvo su premio: Lebón y Aznar se sumaron al show de García y revivieron escuetamente ‘Perro andaluz’ y ‘Seminare’. Sin embargo, más allá de la resurrección y el tono épico del momento, la interpretación estuvo lejos de ser algo memorable. De hecho, el set del propio Charly García -que parece reencontrarse de a poco con su costado más new wave- y el espíritu soul de la banda de Fito Páez y varias de las versiones de “El amor después del amor” (1992) al compás de la caída del sol pudieron más que la expectativa. A fuerza de versiones aggiornadas, y a pesar de ciertos lugares comunes de puesta en escena, ambos se adueñaron del espíritu revivalista de la primera jornada y mostraron un cancionero imperecedero que se reflejó en las caras de la mayoría de los presentes.
Charly Garcia. Foto Federico Kenis
El segundo día, en cambio, estuvo marcado por una conquista para la escena local. Lejos del escenario principal y del dedicado a las huestes del metal, el espacio Hangar mostró una selección de algunas de las bandas más interesantes de la escena de Córdoba. Con nombres como Lautremont (trip-stoner), Hipnótica (pop) Sur Oculto (jazz experimental) o Los Frenéticos (surf) entre lo más destacado de la grilla, la organización del festival saldó una deuda histórica con los músicos locales. Nunca antes, en ninguna de las doce ediciones anteriores, se había mostrado con fuerza y decisión una vista panorámica de esta índole. Eso, sin dudas, tiene que ver con el crecimiento a nivel macro no sólo de los artistas, sino también proyectos como Ringo Discos o Discos del Bosque, ambos sellos independientes que supieron canalizar y encausar el trabajo latente de muchas bandas emergentes. Sería interesante, entonces, que la cosa no quedara ahí y la experiencia siga repitiéndose porque, si algo ha quedado claro después del festival, es que hay bandas cordobesas listas para pegar el gran salto.
Pero, más allá de cualquier localismo, lo mejor del Cosquín Rock se vio en la noche de cierre. Allí, a diferencia de la mirada al pasado de la primera jornada, el foco estuvo puesto en la historia reciente del rock y el pop a nivel continental y en su consolidación en los últimos años. En ese sentido, luego de números amenos como Massacre y Kapanga, los shows de Molotov, Illya Kuryaki & The Valderramas y Babasónicos significaron un salto de calidad para el festival en términos técnicos, escénicos y estéticos.
Ya en ese punto, la diferencia de volumen de Molotov y la musicalidad de su spanglish abrieron una seguidilla que se completaría con dos conciertos completamente diferentes pero hermanados por una cosmovisión tarantinesca, cinematográfica.
Primero: el grupo comandado por Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur se lució con su compendio de funk, soul y hip-hop y marcó el punto más alto del festival en cuanto a precisión y sonido. Pero además, la banda dejó en claro que su contundencia pasa no sólo por su capacidad de combinar criteriosamente elementos sintéticos (teclados y efectos de guitarra de todo tipo) y orgánicos (una base rítmica imponente y una línea de vientos de otro planeta), sino también por su trabajo meticuloso sobre la puesta en escena y el concepto del show.
Después: Babasónicos arremetió como pocas veces con una seguidilla de canciones enérgicas que funcionaron como estímulos directos para un público ya a esa altura extasiado. De todas formas, la sutileza baladística del grupo y su particular forma de entender la distorsión y la música de frontera se complementaron a la perfección con el recuerdo inmediato de los Kuryaki y su mundo. Por eso, esas dos bandas fueron el mejor cierre posible para un festival tan heterodoxo como Cosquín. Y si bien no marcaron el cierre de una grilla que continuaba hasta entrada la madrugada, ambas bandas protagonizaron una conjunción tan sólida que debería servir para pensar próxima ediciones; con artistas que, además de su poder de convocatoria, ofrezcan a Cosquín Rock espectáculos capaces de ser un antes y un después en la vida.