En algún momento viendo o escuchando una presentación de stand-up de George Carlin, la relación entre las risas de la audiencia y el tono del comediante se vuelve extraño de contemplar. Parece que Carlin no está haciendo bromas, sino más bien fuertes denuncias y la audiencia aunque reconoce su voz, no pueden salirse del rol de un show de comedia. Un show de comedia se vuelve algo más que eso, con Carlin algo se siente importante, algo se siente preocupante.
Carlin es uno de los más grandes comediantes en la historia. Su carrera abarcó diferentes medios de trabajo, tiene enorme influencia y gran éxito a través de los años. Su notoriedad llegó tanto por su controversia, como por su honestidad poniendo en riesgo su éxito en búsqueda de una verdadera propuesta. Lo extraño, es que hasta hoy, es difícil identificarlo simplemente como alguien de ingenio y gracia. Algo que consumimos para reír.
El comediante empezó su carrera en los años sesentas en medio de uno de una de las revoluciones culturales más importantes en la época moderna. Carlin, un alma siempre rebelde, expulsado de la escuela, víctima de la corte marcial por su actitud irascible y de problemáticos hábitos abusivos se encontró ante un contexto de contracultura que definiría su misión de vida.
Como cualquier cómico, todo empezó con una figura tradicional, personajes y sonrisas. Rápidamente Carlin se daría cuenta a la par que su juventud, que las cosas que pensaba y criticaba no sólo eran relevantes, pero podían llegar a tener un espacio en la verdadera libertad de expresión propuesta. El pelo y barba del comediante crecía y su voz dejaba de ser conformista.
Para muchos, el eterno referente el eterno referente del principio de esta reivindicación de la comedia, está en la rutina de los “Seven Dirty Words” y un suceso en Wisconsin.
Con esta nueva mentalidad, Carlin se posicionó como el stand-upero que abordó temas tabú y su relación con la hipocresía. Drogas, profanidad y sexo eran temas centrales al show mostrando la actitud tensa de la clase media americana ante cosas que ellos mismos eran partícipes de, en su vida diaria. Esto no tardó tiempo en distinguirse de lo demás.
La comedia entraba a los setentas, contrastada por shows con el de Johnny Carson o Ed Sullivan, que si bien eran exitosos, ya se sentían como un acercamiento a la comedia cansado y poco realista, poco observador con lo que pasaba en el mundo de afuera.
Como casi profeta de la muerte segura de esta vieja escuela de comedia, en su rutina de “Seven Dirty Words”, Carlin se dedica a explicar las palabras prohibidas en la televisión (en realidad cualquier medio en su momento) minuciosamente buscando una explicación al sentido de esta regla, las contradicciones del lenguaje y el temor de la gente a las palabras, todo al punto de volverlo completamente absurdo. Para colmo y leyenda, la rutina lo tendría arrestado en 1972 en el Summerfest de Milwaukee, Wisconsin, momento que fungirá como un parteaguas a un interesante debate legal sobre la libertad de expresión en Estados Unidos.
Es increíble pensar, que algo tan intrascendente como un lenguaje profano resultará en una situación legal tan seria, pero justo esto era lo que tenía como preocupación Carlin, lo que la gente incluso hasta la ofendida veía como autenticidad en este comediante. Las denuncias de un acto de comedia se volvían seriamente relevantes al mostrar su peso en la vida diaria. Carlin abordaba el stand–up de una manera única y confrontaba algunas de las cosas más mundanas, pero supuestamente “escondidas” de la sociedad moderna.
La década de los setentas serían así años para Carlin en convertirse en un especie de comentarista social, un rebelde. Expulsado de festivales, suspendido indefinidamente de venues, censurado y todo simultáneo a un éxito rotundo, que ante las quejas de muchos no era ni cercano a una divagación obscena y sin sentido, sino más bien una verdadera crítica social bajo el velo cómplice de la sátira.
De una manera comprensible, el comediante estaba fungiendo como un catalizador para la clase media americana en proceso de introspección. En reírse de sí mismos y después pensar por que eran parte de un chiste, la confrontación de la hipocresía social y el rol de lenguaje de un comediante se tornaba en una verdadera experiencia de consciencia. Carlin no solo era un denunciador social, pero también abordaba todo desde un lugar de intelecto mundano donde el conocimiento venía de algo profundamente humano, universal, fácil de identificar.
No obstante, la década de gran éxito también sería una de grandes retos. Adicionalmente de enfrentarse con gran resistencia a su acto, Carlin tuvo también que verse consigo mismo y su abuso de sustancias.
Para los ochentas, el comediante hacia su regreso pero el sentido de su acto, había perdido algo de mundano. Aunque aún así encontró éxito, su torno hacia el humor de observación se había vuelto también algo cascarrabias. Algo que solo después entenderíamos como parte indiscutible de la relevancia de esta leyenda.
Con la llegada de los noventas, Carlin encarnaba su última iteración al volver un poco al espíritu del comentador social, el denunciante. Con esta cualidad cascarrabias, el comediante enfrentaba sin miedo o censura alguna muchos de los temas políticos y sociales de su época, de la manera más cruda y pesimista posible. Carlin ahora era una figura sumergida profundamente en el humor negro, a veces excesivo pero que no por esto dejaba de ser sumamente atractivo.
Hacia el final de su vida, el comediante no ceso de trabajar y sus presentaciones no dejaron de aclamadas, con más de 20 álbumes de comedia y más de una docena de HBO Comedy Specials su legado como uno de los comediantes con voces más fuertes e influencias más relevantes estaba concretada. Pero lo que no deja de ser examinado hasta el día de hoy y con razón de nuestra actual relación con el debate social, es a Carlin como denunciante y la extraña relación con su audiencia.
No es secreto que Carlin estaba obsesionado con el lenguaje. Sus denuncias usualmente eran a relación con los eufemismos, la evolución de las palabras, el peso al significado y las incoherencias entre lo pensado, dicho y hecho. De esta manera, el acercamiento de cada presentación era uno fundamentalmente filosófico, en el sentido de ser un examen de pensamiento, cómo se construye y cómo se comunica. La sensación social que logro, no fue solo su profanidad, pero justamente por el hecho de abordar algo que usualmente se califica como “académico” o “elitista” de la manera más común posible.
En la evolución de las rutinas del comediante, se evidencia la razón de esta obsesión. Carlin paso de denunciar algo tan simple como – porque perdemos las cosas – hasta llegar a cosas como – el ambientalismo como hipocresía-. Aunque en la brecha de uno y otro, está ese pesimismo y oscuridad que crecía en el tono rudo de Carlin, el acercamiento a la protesta era el mismo; simplicidad, mundanidad, identificabilidad.
Más que decir que Carlin es un parteaguas en la libertad de expresión por causar controversia, en realidad es esto, en la manera en que examinamos y auto-criticamos nuestras relaciones sociales. Nuestra conciencia.
Lo extraño, lo incómodo de escuchar una de las últimas presentaciones de Carlin, una donde parece que está hablando desesperadamente como manifestante ante risas imparables, es justamente lo importante. Lo grande, el éxito de Carlin no está en la respuesta de su audiencia, sino en la posible auto examinación que pudiera haber dado alguien, después de reírse de sí mismo y luego darse cuenta de porque es culpable.