Matt Kivel es un Nick Drake del mundo moderno. Antes de continuar, he de dejar claro que Matt no sólo es artista de Pedro Y El Lobo, el sello independiente que dirijo, sino que además se ha convertido en un gran amigo en los últimos años. O sea, si están buscando periodismo musical imparcial, este quizás no es el mejor artículo para encontrarlo, pero también he de confesar que creo que tal cosa no existe.
Los mejores escritores suelen publicar sobre los artistas que admiran y los géneros con los que conectan. No hay nada de malo en eso. Por otro lado, la inmensa mayoría del contenido de medios viene directo de los comunicados de prensa. Es decir, alguien del equipo del artista redacta lo que ellos quieren comunicar sobre el álbum y luego los blogs simplemente le dan copy + paste, borran la mitad, cambian algunas oraciones y listo. Dentro de esta categoría, un enorme porcentaje sucede sin que el reseñista lo haya escuchado más de una vez.
La muy reducida élite del universal acclaim, aquello que el día de lanzamiento ya tiene cinco estrellas en todos lados, sigue un proceso igual de mecánico. No me malentiendan, el disco de Fiona Apple es una maravilla, pero si lo hubiera hecho cualquier artista nueva, estaría considerado como un excelente primer esfuerzo y nada más. Sería exactamente igual de bueno musical y líricamente, pero difícilmente Pitchfork habría escrito sobre él.
Entonces, no es que haya personas con el trabajo de tener el mejor gusto musical del mundo, sino que más bien se genera una especie de juicio colectivo al que sólo acceden nombres con una cierta combinación de contactos, presupuesto, trayectoria y talento. La rareza de un 10 en Pitchfork sólo funciona por la decisión consciente de otorgarlo como marca (no como una persona individual escuchando música). En otras palabras, si To Pimp A Butterfly hubiera obtenido 10 hace unos años, Fetch The Bolt Cutters habría tenido que ser un 9.3. Y en otras más, el hecho de que un disco de Matt Kivel tenga menos impacto cultural que uno de, digamos, Mac deMarco no es una cuestión de objetividad, sino de mercado.
Como artista independiente es fácil frustrarse ante la dificultad de acceder a lo que parece un club secreto. Vivimos en una época de tanta inmediatez que muchos no ven más allá del primer mes de lanzamiento, pero historias como la de Nick Drake abren un panorama más extenso; una razón de andar para la música viajera y lenta que aún no encuentra su camino.
En Pedro Y El Lobo estamos seguros que nunca tendremos Grammys, éxitos de Billboard o un headliner de Coachella, pero no haríamos lo que hacemos si no tuviéramos la esperanza de que alguno de nuestros artistas llegue a ser como Nick Drake. Y aunque ese pensamiento aplica para todos los integrantes del sello, el caso de Matt Kivel es especial.
Matt empezó su camino musical tocando en una banda de indie, de esas tantas que entre mediados de los dos mil y principios de los diez alcanzaron un éxito mediano, para luego nunca trascender. Su verdadera discografía empieza con un álbum titulado Double Exposure (2013), en el cual hay dos canciones que quiero destacar.
La primera, ‘Eleison’ tiene únicamente un arpegio de guitarra acústica y una melodía de voz duplicada, con cada toma colocada en un lado los audífonos. La guitarra hace una serie de ligados en las cuerdas graves e inmediatamente cubre el aire de nostalgia. La voz va por un camino inesperado: es un falsete sutil y frágil que no busca ser protagonista. Si se sustituyera por un sintetizador, no sería más que una atmósfera suave detrás de la guitarra que nunca deja de jugar con pequeños arreglos. El tema es un descendiente directo de clásicos como ‘Harvest Breed’ o ‘Know’. De ese folk con sonido a madera húmeda y cuartos vacíos que dejó Nick Drake.
La segunda, ‘Kes’ está compuesta de notas inundadas en reverb y delay. Varias guitarras se enciman, entrelazan y enredan, rozando el caos, pero siempre encontrando una salida. Cuál mar, la canción invita a entender que todo está sucediendo al mismo tiempo: la ola y la resaca, la fuerza y la quietud; elementos que se pueden contemplar por separado, pero que forman un ciclo indivisible. “Kes” es una pieza atmosférica y experimental, que por sí sola no encaja del todo en ningún género, pero vista a la luz de la discografía de Matt Kivel es claramente una primera incursión en el ambient.
Desde su primer álbum, Kivel ya anunciaba una dualidad de estilos musicales que parecen estar hechos de texturas completamente distintas, pero que en realidad comparten un hilo esencial. El folk y el ambient. Una de las formas más tradicionales de la canción y una corriente moderna de experimentación sonora. La voz de la gente ordinaria y la presunción del avant-garde. El espíritu rústico de las cuerdas y la tecnología exacta de los sintetizadores.
La comunión del folk y el ambient es algo que fascina y que en los últimos años está sucediendo con tal naturalidad que hasta Spotify ya te da la opción de seleccionar “ambient folk” a la hora de llenar la información de un lanzamiento. Para explorar este contraste y comprenderlo mejor, hace poco tuve una llamada con Matt. Hablando de las características que tienen en común, me explicó:
“Lo que me gusta de ambas es que requieren paciencia y calma. Como escucha tienes que poner algo de tu parte, pues no te entregan un mapa para descubrirlos. Me parece que el pop –que también adoro de distinta manera– está diseñado para golpearte instantáneamente y mantenerte conectado. En ese caso, la música hace todo el trabajo. El folk y el ambient requieren que el escucha llegue a la música. Tienes que encontrarlos a mitad del camino, pero una vez que estás ahí puede ser una experiencia que te cambia la vida”.
Paciencia y calma es precisamente lo que la música de Matt Kivel exige. Visto de lejos, su quinto álbum last night in america (2019) es suave y fácil de escuchar. Visto de cerca, es una obra maestra en la que cada palabra, cada sonido y cada silencio está cuidadosamente acomodado con una intención. Las letras se encienden como videos caseros borrosos y movidos que de pronto hacen zoom para enfocar una imagen específica: el cigarrillo apretado entre los dientes, una risa nerviosa con aliento a vodka, los pies sumergidos en la orilla del arroyo, un cielo repleto de aves.
Además de canciones que mezclan folk, lo-fi e indie con historias profundas, ese mismo disco tiene cuatro temas completamente ambient que nunca sobresalen o se sienten fuera de lugar. Para Matt, el secreto de que convivan tan bien los dos estilos no necesariamente está en lo que contienen, sino en lo que carecen:
“Hay algo que les falta a ambos y eso es una parte integral de lo que son… con el ambient siempre hay una ausencia de ritmo. A veces hay un pulso, pero nunca es sincopado. Se siente que los sonidos están flotando, chocando los unos contra los otros… Y en el folk, también suele haber una ausencia de ritmos agresivos. Es todo melodía y mensaje”.
Lo instrumental siempre ha sido importante en su música. La mayoría de sus LPs contienen tracks sin voz. Algunos de estos duran menos de un minuto, pero Matt nunca los ha considerado como “interludios”. Él siempre les ha dado el mismo trato que a sus composiciones más tradicionales. Esta es la razón por la que su nuevo álbum that day, on the beach (2020)–conformado completamente de pinceladas de sintetizadores– se siente como un paso tan natural en su discografía. Es el momento en que el artista se da cuenta que las fibras más personales, los sentimientos más intensos ya no alcanzan a ser expresados con palabras.
that day, on the beach (2020) puede no contener ninguna letra, pero aún así tiene una poesía muy específica. Desde las imágenes nostálgicas contenidas en su título y los nombres de las canciones, hasta las ondas de sonido que representan los periodos de depresión que Matt sufrió siendo niño y adolescente. Cada canción se siente como un haiku: corto, simple y profundamente evocativo.
Al hablar de este último disco, Matt me contó cómo es que, a pesar de ser una producción de ambient, Nick Drake continuó siendo una de sus principales inspiraciones:
“Cuando Nick Drake entregó Pink Moon fue como una especie de cachetada para la gente que trabajaba con él. Decidió lanzar un disco sin más músicos e incluir una pieza instrumental de un minuto… Siendo alguien que ama obsesivamente su música, eso me enseñó que él era muy consciente del efecto que buscaba crear en la audiencia con el tiempo, aún sin saber quién era la audiencia o sin siquiera tenerla en aquella época. Es el concepto de que los discos no sólo cuenten su historia individual, sino también una en conjunto. Algunas de las piezas individuales se pueden sentir confusas en el momento, pero con el tiempo las puedes entender como parte de un todo”.
Matt nunca jamás pretendería compararse con Nick Drake, pero a lo que se refiere es a que that day, on the beach (2020) es esa pieza en su caso. Al escuchar su discografía entera de corrido, este sería el momento en que hay una caída intencional, en la que él se borra a sí mismo, dejando de ser una voz directa, para enfrentar al escucha con otra experiencia más abstracta.
Las influencias de Matt Kivel no son sólo un tema de sonido. Sí, puede recordar a Yo La Tengo o a Hiroshi Yoshimura, pero aquello que lo inspira aparece por todos lados en su arte, utilizado de forma consciente. Algunas cosas están a plena vista, como los varios títulos de canciones y álbumes que ha tomado directamente de películas que le gustan. Otras, como la conexión entre Pink Moon y that day, on the beach (título de un filme de Edward Yang, por cierto) sólo son obvias para él.
Siguiendo esa mística, Matt hace música pensando en aquellos que vayan a escuchar todos sus álbumes completos, sin preocuparse por ponderar si existen esas personas. Probablemente haya unas cuantas. Yo soy una de ellas. Lo más probable es que sus canciones sigan buscando espacios sin mucho éxito, conectando temporalmente con oídos dispersos en el mapa, hasta eventualmente ser olvidadas. Pero también es enteramente probable que un día, por alguna razón y con algo de suerte, Matt Kivel sea otro caso como el de Nick Drake: una sensibilidad genial descubierta a destiempo.
Tal vez les suene exagerado, pero es importante recordar que Nick Drake estaba firmado en la misma disquera que Jethro Tull y King Crimson. En su momento, hubo anuncios de Pink Moon (1971) cubriendo páginas enteras de diarios británicos. Es decir, a Nick Drake no le faltó atención u oídos… le faltó tiempo y perspectiva. Hubo gente que entre 1969 y 1972 escuchó su música y simplemente no le pareció interesante. No alcanzaban a ver, desde el momento cultural en que estuvieran, el abismo de belleza, magia y vulnerabilidad que eran las composiciones de Drake.
Así que, tal vez, algún día se reediten vinilos de Matt Kivel y se publiquen reseñas en el treinta aniversario de last night in america y se analice cómo sus letras encuentran poesía en lo cotidiano y capturan partes del zeitgeist millennial sin necesidad de explicarlas. Quizás, hasta se mencione cómo that day, on the beach fue el disco que cambió todo lo que haría después; el momento justo en el que encontró el balance entre la armonía y la disonancia.
En lo personal y desde el punto de vista que tengo como director de una disquera, me parece que el confort más grande que tiene la música independiente es el simple hecho de saber que ya está ahí afuera, aventada a su suerte. En medio del ruido infinito de contenido y de las avalanchas de hits efímeros que llegan con cada “New Music Friday”.
En tiempos en los que el éxito suele medirse en número de shares y plays, yo estoy convencido que algunos de los mejores discos que existen allá afuera son desconocidos para la inmensa mayoría, pero esenciales para una comunidad.
Hay que estar conscientes de que la música que hacemos, producimos o amamos tiene el privilegio de no haber tenido que pasar por la maquinaria de la industria para existir. El que artistas como Matt Kivel puedan ser escuchados y descubiertos (hoy o en veinte años) ya es una victoria. En palabras de Villagers: “it’s a losers table, but we’ve already won”.