Al comienzo de nuestra existencia, somos clasificados en dos grupos: niños y niñas. Cuando crecemos, desarrollamos la conciencia de ser individuos distintos a los demás y la autocategorización de ser hombre o mujer. Esta división conlleva claramente diferencias reproductivas, pero no involucra diferencias conductuales o de roles, pues éstas son un producto de la asignación social que están siendo transgredidas por la identidad no binaria.
La cuestión de la relación entre género e identidad se ha debatido en la sociología y psicología social, disciplinas que se han enfocado en evaluar el entorno y de qué manera influye en el desarrollo de una identidad. Los estudios han arrojado diversas conclusiones, de todas ellas se presta especial interés a las denominadas teorías de la identidad social por ser perspectivas integradoras que escapan de los roles de género, conductas o normatividad que se han implantado a través de presiones sociales y estructurales.
En la década de 1990, la filósofa Judith Butler, destacada por sus reflexiones alrededor del tema, presentó la tesis de que las identidades de género se construyen de manera performativa, esto quiere decir que es a partir de la repetición de estilos de género y posturas corporales, así como actos de lenguaje. Cuando Butler habla de género, se refiere al hecho de que en la cultura occidental existen dos géneros socialmente reconocidos: mujer y hombre.
Por lo tanto, en un sistema binario existen únicamente dos moldes, dos estilos: el modelo femenino y el masculino. Ambos géneros son una construcción psicológica, social y cultural de las características atribuidas a la masculinidad y feminidad.
¿Qué es eso que llamamos femenino, y lo que denominamos masculino? En la vida cotidiana todos parecemos saberlo; todos y todas en algún momento describimos una acción corporal o un acto de habla de alguien como femenino o masculino, porque el género es el significado que una cultura o sociedad misma da al hecho de ser considerado hombre y mujer, se trata de un sistema que asigna patrones culturales para cada uno, expectativas sociales, profesionales y que están envueltas en el género de cada persona.
El género es sentir, vivir, relacionarse o actuar como hombres o mujeres. Por lo tanto, es una construcción cultural que muestra y educa a las niñas y niños cómo deben ser las mujeres, los hombres y todo lo que les es propio. Sin embargo, es importante aclarar que esto es una clasificación que tiene origen cultural, no natural.
Judith Butler lo llamó como el modelo binario normativo hegemónico, esto significa que habrá personas que se adecuarán perfectamente en las clasificaciones de hombre y mujer, pero otras que no. Frente a esta limitación, habrá quienes no se sentirán cómodas con el género que se les ha asignado y lo vivirán con sufrimiento porque no se adaptan a este modelo.
Dado que el sistema sociocultural había establecido ejercicios y actividades de género, estudios feministas y LGBT+ han realizado análisis críticos alrededor de cómo se comprende la identidad, el género y la sexualidad. A partir de la necesidad de refutar este determinismo que desde hace siglos había condenado a las mujeres al rol reproductivo como su función social exclusiva, desde el feminismo diversas teóricas indagaron en nuevas formas de plantear las relaciones entre cultura y género. Algunas feministas radicales entre las que destaca la escritora de origen judío Shulamith Fireston, quien apeló a la tecnología reproductiva como una forma de trascender la esclavitud de la mujer a la reproducción.
Sin embargo, fue hasta que dos autores estadounidenses, Candace West y Don Zimmerman definieron el sexo como “una determinación hecha a través de la aplicación de criterios biológicos acordados socialmente para clasificar las personas como mujeres o varones”. Estos autores propusieron otras dos categorías complementarias de la de sexo. En primera instancia, plantearon la categoría sexual, que tiene que ver con las demostraciones identificatorias exigidas socialmente que proclaman que pertenecemos a una categoría o la otra, y la categoría de género, definido como la actividad de manejar la conducta situada a la luz de concepciones normativas apropiadas para la categoría sexual de una persona.
Para comprender estos postulados es necesario considerar que cada persona vive su identidad de género de formas distintas, de manera que hay personas que se encuentran en cierta medida o en su totalidad, ajenas a las categorías de hombre y mujer. Dicho de otra forma, son personas que no se adecúan en el modelo binario normativo y para definirse recurren a la etiqueta de género fluido, agénero o no binario como orientación. Esta clasificación ha ayudado en sobremanera a incluirlas y darles visibilidad.
De acuerdo con VICE, lo no binario evoca a algo que “no consiste, indica o involucra a dos”, por lo que el término no se reduce a la identidad de una persona, también se puede referir o ampliar a otros ámbitos. Cuando este concepto se usa para aludir a la identidad de género, significa que esa persona no se identifica con las clasificaciones del binarismo. Por tanto, los individuos no binarios no operan en esta construcción social.
Ser no binario o de género fluido transgrede al hombre y mujer y divergen en ambos espacios, de manera que hay personas que prefieren que se refieran a ellos con pronombres en masculino y otras en femenino. Pero todes coinciden en que el lenguaje inclusivo, mismo que surgió como mecanismo para escapar de la definición de género binario, les hace sentir mejor.
Las personas de género fluido pueden mostrarse o no como personas de un género determinado, pueden tener características neutrales o andróginas y cambiar de identidad temporalmente. Finalmente asumen una actitud que cumpla con sus deseos de identificación física, psíquica y emocional de cada momento de sus vidas.