La Muerte de Luis Donaldo Colosio

// Por: Staff

mar 22 mayo, 2012

 

Pensamos que con eso sería suficiente para obtener la fama y fortuna que siempre quisimos.
Pero no fue así.

Iniciamos a tocar por eso del año de 1994. Cuando todos creían que en cinco años se iba a acabar el mundo, nosotros iniciábamos un nuevo proyecto. Una banda de rock. Nos pusimos La Muerte de Luis Donaldo Colosio. Así, con un enfoque político para que los fans nos dieran credibilidad. Y algo de rapidez en los rasgueos y en la batería y con eso ya la armábamos.

Teníamos alrededor de 17 años. Ninguno de nosotros sabía tocar un instrumento. Es más, apenas habíamos escuchado algunos discos. Éramos bien fresas. Nos conformábamos con los éxitos de la radio, en los que Fey y Emmanuel dominaban las listas.
Hasta que escuchamos a los Misfits.

El Panela se encontró uno de sus discos en el tianguis de los sábados y nos lo vino a enseñar a todos, bien pinche extasiado.
—No mamen, topen este desmadre. Esa si es música del diablo, no sus mamadas de Gloria Trevi.
Después nos enteramos que The Misfits no eran satánicos. Que la temática de sus rolas era sobre monstruos y fantasmas, no sobre Satanás. Bueno, solo algunas de sus piezas. Ni de política. El punto era que tocaban chingón y bien rápido.

Nos sobrevino una erección. El Panela pudo llevarnos unas revistas porno para jugar a ver quién lanzaba más lejos su venida, pero el compita decidió llevarnos un disco del más corrosivo hard core-punk que se haya hecho jamás. Después nos enteramos de que los Misfits eran los papás de ese género.
Y nosotros queríamos ser como ellos.
—¿Oigan, y si armamos una banda ? —Les dije.
Empezamos a sacar covers de Juan Gabriel y de Arjona, porque era lo único que podíamos tocar con nuestras escasas habilidades. Ensayábamos en la casa del Firulais, el bajista. Su papá nos prestó esos discos para que fuéramos “agarrando cayo”. Pero esas canciones lo único que hacían era entorpecernos aún más.
—Estoy harto de tocar ‘Querida’. A la mierda, saquemos algo de punk —Dijo muy encabronado el Chokis, nuestro bataquero—. Miren acá traigo una rolita de Maná.
Era la de “porque me vale, vale, vale, me vale todo”. Estaba bien perra de sacar. Ninguno de los cuatro fue capaz de tocar siquiera diez segundos de la rola. Además, no estábamos plenamente convencidos de que eso fuera punk. Éramos vírgenes hasta de los oídos.
O necesitábamos clases o necesitábamos escoger otro camino.
No optamos por ninguna de las dos.
Seguimos ensayando desafinados, con ampollas en los dedos y con mucha, mucha indisposición. Porque a las dos o tres rolas que no nos salían, nos poníamos a jugar Super Nintendo o a ver la tele. O competíamos a ver quién aventaba más lejos un gargajo. Quien le diera a una persona en la cabeza obtenía mil puntos.
Yo siempre perdía en esos pinches juegos.
Era el guitarro.
A mis padres les emputaba mucho que me quisiera dedicar a la música y querer imitar a unos “gandules” como los Misfits. Una vez, viendo la televisión, me empezaron a sermonear.
—Mira, Miguel, la música es solo para los clásicos —comenzó su perorata mi papá—. Si no tocas el violín o algún instrumento de viento, tu futuro en ese campo será una enorme pérdida de tiempo y una terrible insatisfacción.
Quién iba a decir que tendría razón.
Pero en ese momento, la rola de Maná retumbaba en mi mente.
—Solo los holgazanes se dedican al rock, Miguelito —empezó mi mamá—. Podrías mejor meterte a clases de canto y ser un gran artista como Luis Miguel.
Una bala en la cabeza de Luis Donaldo Colosio interrumpió a mis padres. La noticia era en vivo y en directo. Yo no sabía mucho de política. Mi vida eran los videojuegos y las chaquetas con revistas PlayBoy de mi papá. De plano mis padres se ensimismaron en la televisión y dejaron de sermonearme. Y eso que el traumado con el Super Nintendo era yo.
“La muerte de Luis Donaldo Colosio es un suceso imperdonable. No puede quedar impune.”
Ya no me acuerdo qué político dijo eso, pero me acuerdo muy bien de la frase porque inmediatamente después se me ocurrió el nombre de la banda.
—La muerte de Luis Donaldo Colosio, ¿qué les parece?
Pero nadie sabía quién era él. O quién había sido. Después de explicárselos, me dieron su visto bueno.
—Sí, que tenga política, eso suena muy punk. —Dijo el Chokis. Estaba alucinado con que nuestra banda de verdad fuera como los Misfits.
—Suena padre. —Nuestro vocal, el Ken, era el más fresa de todos. Pero el más afinado para cantar. Su mamá decía que tenía “bonita voz”.
—Sí, sabía que les gustaría. Teniendo un buen nombre, lo demás no importa.

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Aún conservamos las máscaras que compramos por aquellos años de Salinas de Gortari y Colosio. Tocábamos con ellas puestas. Era un pinche infierno hacerlo. Acabábamos con las caras empapadas. Ahora ya cualquiera toca con máscaras. Pero nunca con unas de hule corriente y pintura vinílica Vinci.
Ahora están todas roídas, apenas aguantaron el sexenio. Pero nosotros seguimos con ese nombre. Causaba escozor entre nuestros padres y abuelas. También entre nuestros profesores. Les parecía un nombre muy escandaloso. Con el tiempo, nuestra música también lo fue.
A base de ensayos aprendimos a tocar. Pasamos de Juan Gabriel a los Creedence, Led Zepellin, Bee Gees, El Tri, Botellita de Jerez, Ataque 77 y Los Misfits. Por fin pudimos tocar una de ellos. La de ‘Green Hell’. Si de por sí la versión original es escandalosa, la viciadez de nuestros mini amplis provocaba un pandemónium.
Eso provocaba el disgusto de quienes nos alojaban en sus hogares católicos.
Éramos unos nómadas sin un lugar fijo de práctica. Pasamos por todas nuestras casas ensayando los sábados en la tarde y molestando a todos y cada uno de nuestros vecinos.
—Hola gente bonita, les habla La Muerte de Luis Donaldo Colosio…
Y eso era suficiente para que mandaran llamar una patrulla. Si nos hubiéramos llamado “Los hijos de Satanás” habríamos tenido menos pedo. A tiro por viaje nos mandaban callar, nos bajaban el switch, nos desconectaban los amplificadores.
Porque tocábamos del carajo. Cómo íbamos a mejorar si no nos dejaban ensayar.
Hasta que un buen hombre se fijó en nosotros. Le decían “el doctor Reynosa”. Un hombre ya ruco, de mata y barba largas pero canosas, con un extraño aroma entre café y cigarro. Tenía un tremendo problema de estrabismo y por esa razón nunca se quitaba los lentes negros.
Él nos vio en nuestra primera tocada, a dos cuadras de la casa del Ken. Era la cochera de uno de nuestros amigos de la prepa trunca. Ahí estaba el señor. Se metió de contrabando, nadie lo había invitado. Éramos la sexta de quince bandas que tocarían. Nadie tenía idea de que nosotros tocábamos.
Después de nuestra pútrida actuación, el Doc Reynosa se nos acercó:
—Yo los haré famosos, pinches escuincles culeros. Traen con queso las quesadillas, me cae.

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Pensábamos que se trataba de una broma, pero el Doc Reynosa era amigo de muchos músicos de diversas bandas del país entero. Y no solo eso, conocía managers, disqueras y hasta groupies. De todo. Nos dijo que solo nos faltaba un poco de ensayo, pero que con ese nombre y esas ganas la podríamos hacer en grande en la escena del rock nacional.
En primera nos invitó a ensayar en su casa. Una pocilga mugrienta en el centro, en la que apenas había luz eléctrica. Pero había y con eso bastaba. El Doc Reynosa no tenía vecinos, así que pudimos ensayar a nuestras anchas todos los días, hasta los fines de semana.
Pulió nuestros gustos, nos orientó por el camino del bien, y de nuestras influencias, rescató que nuestros padres espirituales hayan sido los Misfits.
—Esa pinche banda es re malvada. —Decía.
Así estuvimos durante cinco años, con el doc Reynosa como nuestro gurú en el camino musical del rock de los noventa. Grabamos un pequeño demo con uno de sus tantos contactos (“Salinas tuvo la culpa”) y tocábamos hasta donde no nos invitaban. El nombre de La Muerte de Luis Donaldo Colosio se fue ganando de un nombre.
—¿A poco tú tocas en La Muerte de Luis Donaldo Colosio? —Nos decían.
Éramos una banda muy unida. Pues cómo no, si estábamos día y noche juntos, no estudiábamos ni trabajábamos y seguíamos compitiendo a ver quién dejaba más mequeada la almohada del Doc, ya una especie de padre para nosotros.
Hasta que llegó el año 2000. El año del fin del mundo. Y del cambio electoral. El partido que nos había dado nombre salió del poder y entró uno bastante mocho. Más que nuestras mamás, aunque ellas votaron por él.
—Chamacos, ésta es su pinche oportunidad de brillar.

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Grabamos el cd, “Que se mueran los panuchos”, bajo la producción del mismo Doc. Fue un material clandestino desde su origen, grabado en su casa con una consola de diez canales, sin mezclar. Tenía ocho rolas de absoluto punk en contra del gobierno en turno. Nosotros seríamos el verdadero cambio.
Lo distribuíamos mano a mano entre el Doc y nosotros. A cada lugar que íbamos, cada cinta que entregábamos. Por ese entonces era más caro copiar en cds, pero me contaron que algo de la música salió en ese formato. A nosotros no nos importaba, el punto era hacernos oír.
Fue cuando nos cayó la PGR. Pensábamos que la censura y la violencia desde el gobierno eran un mito urbano. Hasta que llegaron a sacarnos de nuestras casas (todo el tiempo vivimos con nuestros padres) en unas naves blindadas y con unos sujetos de caras cicatrizadas por los navajazos de la vida.
—Ustedes son…—dijo uno de ellos y se detuvo. Acto seguido nos mostró una hoja de papel. En él decía “La Muerte de Luis Donaldo Colosio”—. Tengo prohibido pronunciar esas palabras. —Sentenció.
El Doc dijo que lo estábamos logrando, que eso nos iba a convertir en ídolos vivientes. Que el hecho de que el gobierno mismo nos hubiera buscado para acallarnos era un hecho histórico por sí mismo. Nuestro entusiasmo era equiparable con el de él y nuestro valor nos permitía enfrentarnos a cualquier cosa.
Hasta que nos entambaron. Eso nos bajó los huevos de un jalón. Nunca habíamos pisado una prisión ni para visitar a alguien. Se nos acusó de atentar contra la soberanía del estado y de alterar el orden público (nuestras tocadas eran desmadrosas, pero no era para tanto). Además de que, lo más grave, abiertamente nos mofábamos de la figura pública de Colosio y cuestionábamos su legítima muerte de un balazo disparado por un perfecto desconocido del estado.
Nadie nos quiso ayudar. Pedimos apoyo en todas partes, a la prensa, argumentamos nuestra libertad de expresión, pero nada funcionaba. El Doc Reynosa se movió entre todas sus influencias, pero lo único que pudo evitar fue el cateo de medianoche. La única que pudo mostrarnos una salida fue una (aún) joven (y bella) Lucía Winston, la defensora de los derechos humanos.
—Jóvenes —dijo— tras varias negociaciones, he podido conseguir algo que los pueda salvar de diez años de cárcel. El gobierno cooptó a la prensa y a otras instituciones de justicia, pero a nosotros no —continuó—: Lo único que tienen que hacer es cambiarse ese aberrante, perdón, ese nombre tan contestatario.
El Doc Reynosa dijo que primero muerto a hacer algo así. Nosotros pensamos lo mismo. No podíamos darle ese gusto al gobierno. No una banda de punk como la nuestra. Le dijimos a Lucía Winston no gracias, pero primero nos desintegramos antes de cometer ese atentado contra nuestros principios.
Y eso fue lo que hicimos. Matamos nuestros sueños por no ser encarcelados. Acabamos con La Muerte de Luis Donaldo Colosio. Dejamos a un lado la idea de una banda de rock famosa para siempre y ahora nos dedicamos a… otras cosas.