Sucede que es de noche y zigzagueo rumbo a mi casa habiendo comprobado que, no con pocos fundamentos, esa promesa de “nos tomamos una cerveza más y nos vamos” era una vil mentira (por no decir ‘una gran excusa’) cuando de pronto, veo en la acera de enfrente a mi primo Claudio: camisa y pantalón negros, ganzúa y gancho en mano, parado junto a mi coche…intentando robarlo.
–¿Claudio? –le pregunto extrañado-.
–¡Primo, qué susto me has dado! -me dice mientras se lleva la ganzúa a la boca y desliza el gancho por la ranura del vidrio-, ¿qué me cuentas?, ¿cómo está la vaina?.
–Coño, no me quejo –le digo mientras veo como intenta abrir el seguro-. Claudio, ya va, ¿me estás robando?.
–¿Qué clase de pregunta es esa, primito? ¡Claro que te estoy robando!.
–¡¿Por qué?! –le digo mientas me tambaleó hasta recostarme en el capó-. ¿Necesitas plata?.
–No vale, yo estoy bien. No soy millonario, pero la plata no me hace falta –me afirma con la ganzúa todavía en la boca y sin cesar su labor con el gancho-.
–Entonces, ¡¿por qué carajo me quieres robar el carro?!.
–El oficio del ladrón es tan necesario como cualquier otro. Sin ladrones no habrían compañías de vigilancia, alarmas chillonas, seguros contra robo de coches, ni bates escondidos en los asientos. Uno cumple una función en la sociedad y la percepción que tiene la gente de nuestro trabajo es la que define nuestro lugar en la cultura. Por ejemplo: en este acto cultural llamado robo tú quisieras tener el papel de la víctima, pero si a mí me atraparan y se descubriera que yo soy una persona honrada y que robo es porque tengo una necesidad grandísima, es más, que con el dinero del coche robado planeaba alimentar a los niños hambrientos de mi barrio; dependiendo de cómo lo cuenten, tú quedarías como un consumista sin escrúpulos y sin conciencia social, y yo como una especie de Robin Hood moderno. Ese sería tu lugar en nuestra cultura. Independientemente de que querías proyectarte como la víctima, tu lugar en la cultura sería el del criminal.
–Claudio, pero si me acabas de decir que tú no tienes necesidad de robar, ¿quién se va a creer ese cuento?.
–Coño, primo, escucha. Yo no tengo necesidad, en el sentido estricto de la palabra, pero eso quién lo sabe eres tú. El ciudadano común que experimenta mi obra no se entera de eso a menos que tú se lo digas. Robar es mucho más que un instrumento para conseguir ‘algo’. Robar es una proeza -sentencia Claudio mientras hace ademán de conductor de orquesta con la ganzúa como batuta-.
–Me vas a perdonar, pero robarse un Fiat al que no le funciona ni el aire acondicionado tiene muy poco de “proeza”. Robar tan poca cosa no te hace Alí Babá, al menos a mis ojos, que si no me equivoco, soy tu espectador.
–Cierto, primito, ser ladrón ya no es lo mismo. Somos un gremio en crisis. Antes robar significaba una hazaña, tanto así que si llegabas a fallar en el intento nunca se podía negar tu osadía. Pero la cosa cambió, la vaina primero perdió la mística cuando la modernidad democratizó el robo hasta convertirlo en algo trivial y, como consecuencia de eso, se sobredimensionó cuando los ladrones con grandes presupuestos, en un último esfuerzo por diferenciarse, tuvieron que hacer que la brecha entre “ladrón grande” y “ladrón pequeño” fuera kilométrica (por no decir inalcanzable). Se formó un desierto entre ambas posturas, un desierto en el espacio que antes habitaba el “ladrón medio”. ¿Dónde cabe uno entre el ladrón con presupuesto millonario y el ladrón trivial de YouTube?. La mayoría, lo que hacemos ahora es robar mangos bajitos para no perder la costumbre y mantenernos al ritmo de los nuevos tiempos y, aún así, nos vemos sometidos al escrutinio del robado promedio que, como tú, se cree un experto del tema sólo porque tiene internet.
–Coño, Claudio –le digo mientras lo veo combinar gancho y ganzúa como si fueran “jab” y “uppercut”-, siento mucho que la vaina sea así ahora, pero el que tus asaltados conozcan más del robo no hace menos sorpresiva la mañana que descubres que te han robado. ¿Qué el ladrón ya no es una figura mística? Bueno, los tiempos cambian, esperar que los veamos con los mismos ojos de antes, cuando había menos información disponible de su oficio, es algo imposible.
–Es verdad, los nuevos tiempos son inevitables y yo soy creyente en Darwin: o te adaptas o mueres. Difiero contigo es en lo otro. Sorprenderlos a ustedes es cada vez más difícil, tanto así, que uno ya no sabe qué robarse para agarrarlos fuera de guardia, y ¿sabes qué? No es su culpa. Están más informados y ya, eso no va a cambiar. Me preocupa es ver como los ladrones seguimos intentando “innovar” haciendo lo mismo de antes, y no sólo eso, además esperamos que nos rindan honores por ello. Vemos el robo como un instrumento para conseguir “lo robado” y eso lo ha vuelto algo insípido. Los mismos críticos del robo ya no saben qué hacer: los robos modernos van y vienen sin dejar a nadie marcado de por vida. Donde antes había debate, ahora parece que hay un intento forzado de verle poesía a algo que sencillamente no la tiene.
–Es decir, ¿los ladrones se han vuelto conformista? –le pregunto, y lo veo por primera vez frenar su labor para meditar-.
–A ver, cuando robas un buen primer coche (y nadie te atrapa), la gente hace un alboroto y tú te crees el cuento de que “lo lograste”, cuando en verdad ser ladrón es un título que se adjudica al evaluar una carrera en retrospectiva, no con un robo fortuito. Eso diferencia al ladrón de oficio del ladronzuelo ocasional. Bajo esas condiciones, es fácil que robar se vuelva algo “automático”, algo que hagas sin ponerle mucha cabeza al asunto. Es fácil que pierdas la noción de lo extraordinaria que es la labor que haces y lo conviertas en algo soso. No digo que sea malo tener una rutina de robo, eso crea disciplina, pero no tener conciencia de ello, teniendo que robar todas las noches, hace que te preocupe más el negocio del robo que el robo en sí. Antes de que te des cuenta, haces el oficio de robar lo mismo que el de un abogado, y no es que ganarse la vida sin robar sea algo malo, pero se convierte en todo lo contrario a lo que buscaste inicialmente. Pasamos de ser catalizadores culturales a accidentes ocasionales. Como un Magritte en el recibidor de una familia conservadora o un Banksy en el apartamento de un yuppie –me dice mientras vuelve a retomar su labor-.
–¿Y piensas cambiar eso robándole el carro a un primo?– le digo y veo que al fin da con el seguro de la puerta-.
–¡Bingo!, por algún lado tenía que comenzar ¿no?. Lo primero es cambiar la manera que el robo se percibe en nuestro vecindario –me enuncia mientras abre el coche-. Hay que agarrarlos por el flanco que menos se esperen –se dispara la alarma del coche-, comprobarle al robado que por más versado que sea todavía lo puedes sorprender –en dos movimientos Claudio ya está debajo del asiento cortando el cable que apaga el estruendo de la alarma-. Lo segundo es buscar nuevas cosas que robar y nuevas formas de robar, matar ese mito de que ‘llegamos al llegadero’ y que el robo no se va a seguir reinventando –me dice mientras, para mí asombro, empieza a destornillar los seguros del carro uno por uno-. Y por último, el gran final: la gente está predispuesta a ser robada en los mismos lugares. Hay que llevar el robo a nuevos terrenos, sacarlo de la fría tarima donde parece pieza de museo y volverlo a poner en la olla caliente donde una vez hizo ebullición –ya teniendo todos los seguros en mano, los guarda en su maletín y sale del coche dejando abiertas las 4 puertas-. No será una tarea rentable, primo, y no será algo del agrado de todos, pero en las palabras de Brecht “a el mundo le hace falta que lo rediman”. Dudo mucho que lo logremos con el pesimismo de antaño.
–¿Y qué harás cuando tu nuevo modelo de robo se convierta en el status quo imperante?, es inevitable y lo sabes –lo veo guardar con tranquilidad el gancho y la ganzúa mientras se encoje de hombros-.
–Pues cuando llegue ese momento, espero que se me critique con la misma rigurosidad con que yo critique a mis contemporáneos. “Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste”. Saludos a mi tía, ¿va? –Claudio toma su bolso, y con la parsimonia con la que apareció emprende la retirada-.
Sucede que ya no es de noche sino de mañana, y me retiro tras el fútil intento de cerrar un Fiat 147 que, con sus cuatro puertas abiertas, yace en una calle ciega de Caracas, esperando a que cualquiera llegue y se atreva a terminar la labor que Claudio comenzó.
-h.