//Por: Carolina Barragán
Él fue uno de los primeros en conceptualizar la arquitectura emocional, denominada así por la intervención de factores como la iluminación, el color y el agua que agudizan nuestros sentidos al crear ambientes únicos.
«Creo en una arquitectura emocional. Es muy importante para la especie humana que la arquitectura pueda conmover por su belleza. Si existen distintas soluciones técnicas igualmente válidas para un problema, la que ofrece al usuario un mensaje de belleza y emoción es la arquitectura», mencionó alguna vez Luis Barragán, cuyo concepto está relacionado a la idea del misterio y la sorpresa que da un espacio que no se define por su funcionalidad sino por una especialidad vinculada a la sustancia ritual por la cual se puede construir.
Este artista jalisciense realizó sus estudios profesionales en Guadalajara y se graduó como ingeniero-arquitecto para después viajar a Europa e impresionarse con la belleza de sus jardines. Al regresar a México e instalarse en el entonces Distrito Federal ejerció su profesión en la construcción de departamentos en la colonia Cuauhtémoc. En aquel primer año adquirió un amplio terreno en la llamada Calzada de los Madereros, donde diseñó algunos jardines. Vendió la mayor parte de ellos, pero conservó uno pequeño para su casa en Tacubaya, un lugar con rasgos de la arquitectura popular que es, a la vez, una expresión de la arquitectura contemporánea y emocional.
En su prolífica carrera, Barragán colaboró con el arquitecto Mathias Goeritz en el Manifiesto de la Arquitectura Emocional, obra que define la elevación espiritual contenida en toda obra arquitectónica. La Casa Pizarro Suárez (1937), La Fuente de los Amantes (1964) y, en sus últimos años, la Casa Gilardi (1976) son algunas de las obras que lo colocan como uno de los arquitectos mexicanos más importantes, sin embargo, cinco columnas al norte de la ciudad son las que colocan su nombre en el imaginario colectivo. Invitado por la empresa que desarrolló el fraccionamiento Ciudad Satélite, en 1957 Barragán dio a la zona el símbolo de urbanización que necesitaba a través de las conocidas Torres de Satélite. En este trabajo Barragán colaboró con Goeritz y logró el sentido imponente que se propuso desde el principio pues, al ir pasando, se siente como si llegaran al cielo, en un constante cambio para el ojo humano ya que la imagen escultórica nunca es la misma.
En la actualidad, su figura y obra siguen vigentes gracias al valor intangible que buscó revalorizar la arquitectura mexicana, con un sentido nacionalista, vernáculo y emocional que se convirtió en su sello distintivo, una visión personal que lo llevó en una búsqueda constante de identidad, misma que hoy inspira a una nueva generación de arquitectos que toman su trabajo como referencia.
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