Por Mario Yaír T.S.
Durante la peor época del racismo estadounidense y sus acaloradas manifestaciones; en la elegante pista del Cabaret La Fuente, con pañoleta verde, aretes de perla y un pequeño collar, Ella Fitzgerald cantaba a la nostalgia. Era 7 de octubre de 1966 y aunque Uruchurtu exigía que los centros nocturnos cerraran a la 1 de la mañana, Fitzgerald comenzaba a cantar hasta las 2.
Muchas veces se había intentado traer a la dama del jazz, pero el sueño lo cumplió Eduardo Alcaraz hasta 1966. Su visita fue cubierta por todos los medios posibles. El camerino siempre estaba lleno y entre sus músicos estaba Ed Thigpen, el gran baterista norteamericano.
Las noches de La Fuente se tornaban azul, el humo del cigarro formaba caprichosas formas que se movían al ritmo de la voz de la cantante. Los sonidos de las copas y la noche se envolvían de melancolía al transcurso de los minutos. Ella acariciaba el micrófono con su voz. Así recordaban su debut en México.
Regresó dos veces más, una en 1967 para cantar en El Patio, y una última hasta 1979. Esta vez más accidentada y polémica. En un esfuerzo del entonces director del Festival Cervantino, Héctor Vasconcelos por acrecentar el festival, contrató estrellas extranjeras dejando de lado a los mexicanos. Los periódicos criticaban incluso que de los cien músicos de la Filarmónica de la Ciudad de México apenas 10 eran nacionales, un clasismo que aún hoy no hemos superado.
Y mientras en Guanajuato se sorteaba la pelea nacionalista y se forcejeaba por saber las cuentas exactas de los 25 millones de pesos que costaría el festival, en la Ciudad de México, a Fitzgerald nadie le había avisado que Guanajuato quedaba a 5 horas de ahí. Luego de un terrible viaje en auto, llegó a su cuarto de Hotel en el Castillo Santa Cecilia hecha un manojo de nervios y estrés. Después de un respiro hondo, se acomodó los gruesos lentes que llevaba y se dispuso a revisar el repertorio que estaba a punto de presentar. No tuvo tiempo ni de conocer el escenario.
Se programaron dos conciertos en el Parque Deportivo José Aguilar y Maya, uno el 17 de mayo y otro el 18. El primero estaba a punto de cancelarse pues las nubes comenzaron a opacar el cielo, una lona protegía a parte de la audiencia, que prefirió mejor irse cuando el clima dejó en claro que el jazz no era lo suyo lanzando una lluvia torrencial. Con el estadio medio lleno, Fitzgerald no se dejó intimidar y comenzó su presentación media hora más tarde de lo planeado.
El viernes 18 fue su última vez en México. El clima se dejó apaciguar por la melodiosa voz de la robusta cantante. Los turistas y los que no estaban el día anterior reventaron el estadio, y pese a que los micrófonos se descompusieron en plena presentación, Fitzgerald no dejó de cantar. El Excelsior mencionaba, -“Ella Fitzgerald cantó en un estadio para más de ocho mil personas quienes no entendieron la letra de la mayoría de sus canciones pero que sintieron el alma de su música”-. Y vaya alma, pues al salir del estadio, los suspiros llevaron a Fitzgerald de regreso a casa. Las armonías de su voz se volvieron parte de la leyenda musical mexicana, que tiñe casas de azul y purpura cada que un LP de Fitzgerald vuelve a sonar.