Alfredo De Stéfano, artista visual y fotógrafo mexicano, considerado uno de los fotógrafos conceptuales contemporáneos más importantes ha decidido unirse a la recaudación de fondos con la venta de algunas de sus obras para ayudar en la medida de lo posible a quienes se han visto sumamente afectados por la cuarentena a causa del COVID-19.
Al respecto, De Stéfano compartió un mensaje a través de Instagram: “En momentos en que el aislamiento social es necesario para que prevalezca la salud general de la población, nos gustaría presentar en este nuevo panorama, una breve visión desde la perspectiva individual de los artistas que representamos con orgullo de la cuarentena en la que todos estamos hoy. Mantente seguro – Quédate en casa”.
No es una novedad afirmar que el arte trastoca los sentidos y logra gestionar momentos de frustración o ansiedad que puede causar este contexto. Es bien sabido que a través de la música o la pintura es posible amenizar los momentos caóticos. En ese sentido, Alfredo De Stéfano ofrece, a través de sus fotografías, una perspectiva donde las historias son protagonistas.
Entre las series fotográficas más representativas del mexicano se encuentra De parajes sin futuro (1992), Vestigios del paraíso (1996) así como Breve crónica de luz (2006); su trabajo ha sido expuesto en diversas ciudades, como París, Nueva York, Washington, Madrid, Bogotá, Lima y Buenos Aires, por mencionar algunas.
Desde sus inicios como fotógrafo, De Stéfano ha atendido su curiosidad y necesidad de contar historias, reflexionar sobre el entorno, las condiciones de aridez y los diversos paisajes que la naturaleza ofrece para hacer una intervención visual. Originario de Coahuila, región en su mayoría desértica, Alfredo ha encontrado en esta periferia un escenario ideal para representar este aislamiento que se relaciona muy bien con la cuarentena por la que atravesamos.
En diversas entrevistas, De Stéfano ha afirmado que su pasión es el paisaje y específicamente el desierto, panorama que ha recorrido en diversas ocasiones para fotografiarlo, sin embargo, encontrar un lenguaje óptimo en medio del desierto ha sido un camino complicado. Su intervención inició con paisajes sin presencia humana, posteriormente convirtió al desierto en un escenario donde crea ciertas instalaciones que se aprecian en sus fotografías.
Lejos de encontrar desesperanza que, muchas veces es relacionado con el asilamiento o la soledad, el desierto es el lugar que considera su inmenso paraíso personal, y donde aborda la narrativa de su discurso sobre el vacío, la luz, la vida y la muerte, ahondando sobre lo efímero de nuestra existencia y la perdida de nuestros rastros.
Georges Duby, historiador francés del siglo XX expresaba que el paisaje se ha convertido en un objeto de estudio y, por tanto, en un documento que es importante fijar, al igual que un objeto descubierto en una excavación. Esta atención particular atiende las transformaciones del espacio dentro de una civilización, donde el paisaje es considerado como un valor y elemento de patrimonio fundamental y digno de un cuidado y representación nítida.
Los desiertos cuentan con una historia bastante peculiar, pues diversos antropólogos han explicado que los grupos de cazadores y recolectores recorrían los desiertos mexicanos y se apropiaban a través de circuitos hechos por sí mismos, el acceso a alimentos o recursos naturales esenciales para su vida diaria. En paralelo, representaban, contemplaban y vivían los paisajes del desierto como “paisajes rituales”.
Son sin duda, lugares en los que el vacío proyecta la falta de sustancia humana donde se encuentran ausencias que nos orillan a conectar con algo más que las personas, puede ser tierra, arena, piedras y cactus. Este esfuerzo, acaso, fue lo que generó que De Stéfano estableciera un recorrido sobre el terreno en busca de diferencias que nos produzcan nuevas formas de apreciación.
Se trata en sí de una apropiación, la cual se traduce en una resonancia de la tierra en el ser humano. Esta apropiación del espacio, puede generar un sentimiento de pertenencia que adquiere la forma de una relación de esencia afectiva, e incluso amorosa, con el territorio. En este caso el territorio se convierte en un espacio de identidad.