Cuando el terremoto de 1985 desvastó la Ciudad de México yo tenía 14 años e iba en la secundaria 28, allá por el rumbo de San Cosme, como me habían asaltado ya una mañana camino a la escuela, aunque era yo muy independiente mi abuela se asustó y decidió que el transporte del colegio pasara por mi.
Fue bajando de ese camión cuando mis compañeros y yo empezamos a sentir el poderoso movimiento y escuchamos crujir el viejo edificio de nuestra secundaria de una manera cada vez más intensa y preocupante.
Sin saber qué hacer y al sentir que me caía, me abracé con fuerza de la llanta del camión y en un ataque de histeria controlada comencé a reírme como loco, era mi manera de canalizar el nerviosismo y el miedo de una situación que nunca había vivido.
Cuando pasó el temblor entre llantos y terror las maestras nos acarrearon al interior de la escuela, donde las escaleras se habían dañado y parecían inclinadas, por lo que fueron clausuradas de inmediato y una pequeña barda se había caído.
Como yo era aficionado a la música desde niño, mi madre me había regalado un pequeño radio de transistores que siempre cargaba celosamente en mi mochila.
Ese día mi pequeña radio naranja fue nuestra única conexión con el mundo y el desastre que por toda la ciudad se propagaba, mis maestras, mis compañeros y yo seguimos con espanto la increíble narración que el periodista Jacobo Zabludovsky hizo en tiempo real, circulando por las calles de un semi-destruído Distrito Federal.
En una crónica que le valió premios internacionales años después, Don Jacobo narraba desde su auto, pues en aquella época era de los pocos afortunados en tener un teléfono en su coche, la devastación de la Colonia Roma, los edificios caídos en el Centro Histórico, la confusión de la gente que corría por todos lados sin saber qué hacer y finalmente, el derrumbe de la que fue su casa de trabajo durante años: Televisa Chapultepec.
Con una tristeza evidente en su voz, pero con la fortaleza de un periodista acostumbrado a los más duros escenarios, Zabludovsky nos hizo más o menos entender lo que pasaba, era claro que la capital estaba en emergencia, pero ni el gobierno ni la gente teníamos los medios para enterarnos con certeza del tamaño del desastre.
Al regresar a casa fue mi radio la que siguió contándome, ahora rodeado de mi familia, cómo transcurrían los hechos, cuántas víctimas había, dónde podíamos ayudar.
Anoche y después de atestiguar cómo la coincidencia o el destino hacían nuevamente moverse la tierra un 19 de septiembre y a 32 años de 1985, recordé muchas cosas que me hicieron salir de mi casa y dirigirme a Coapa, donde en dos construcciones en ruinas me volví a encontrar entre escombros, víctimas y muerte tratando de ayudar en algo frente a éste nuevo terremoto y el dolor provocado a cientos de familias que lo perdieron todo en unos cuantos segundos.
Alguna vez leí que cuando vemos a otra persona muerta vivimos una doble sensación: por un lado de alivio, al no ser nosotros los que estamos ahí, pero a la vez de profundo dolor al ver el cuerpo inerte de otro ser humano; en la madrugada de hoy cuando levanté unas piedras y encontré una mano fría y sin movimiento, esas sensaciones impactaron mi mente y mi cuerpo de una forma brutal.
Mientras escribo estas líneas hay aún personas bajo los escombros en muchas partes de la ciudad, pero también hay miles, quiza cientos de miles de mexicanos tratando de ayudar de alguna forma: haciendo acopio, levantando escombro, dirigiendo el tránsito, prestando sus autos, lugares de trabajo y casas para apoyar a quien lo necesite.
Ni que decir del Ejercito, la Marina, las policías, los doctores y paramédicos y las decenas de voluntarios que han pasado las horas desde ayer tratando de asimilar el terror y convertirlo en acción.
El México que desde hace años me decepciona un día si y otro también, ese que me hace siempre vivir en la bipolaridad de amarlo pero a la vez de odiarlo intensamente, ese que me enoja y me duele es el mismo México que hoy me hace sentirme orgulloso y emocionado de ver que frente al dolor ajeno sabemos levantar la mano y hacernos solidarios… y eso no se ve todos los días.
Es especialmente importante que esta vez no fue mi radio de pilas ni el teléfono antiguo del auto de Zabludovsky los que me contaron la historia del desastre que acabamos de vivir, fueron las redes sociales y los millones de computadoras y teléfonos móviles los que nos platicaron a todos y en tiempo real cómo sucedieron los hechos, a través de crudos videos de derrumbes y fotos de la devastación y las víctimas.
Pero más importante aún, esas mismas redes sociales que usamos todos los días para burlarnos, quejarnos, subir fotos y memes estúpidos o reseñar que estamos comiendo en tal o cuál lugar, esas mismas plataformas que hicieron un tema popular a personajes tan lamentables como Rubí o Lady Wuu, son las que ahora están sirviendo para organizar el apoyo y los rescates, para estructurar los acopios, para difundir a personas desaparecidas y ayudar a encontrarlas.
Ese es el auténtico sentido y uso sensato de un medio tan poderoso como éste y por primera vez en años, adultos y jóvenes por igual, le damos un uso inteligente y absolutamente útil.
En esta realidad y en éste hermoso planeta que algunas veces suele recordarnos quién está a cargo, a pesar de nuestra egolatría humana, ver aflorar tanta conmovedora fuerza para ayudar y salvar nos hace tener esperanza, no solo en la humanidad sino en un México en el que aún no todo está perdido y donde los ciudadanos, cuando no dejamos las cosas en manos de los políticos y nos ponemos en acción, logramos hacer la diferencia.
No es el primer desastre en la Ciudad de México y en el país y no será el último, pero estos eventos nos han mostrado el gran corazón que llevamos dentro y la energía colectiva que lo logra todo, esa… es la auténtica revolución.
Estos terremotos movieron más que la tierra… movieron voluntades…