¿Qué artista comienza su álbum con la voz de otro cantante? Además de todo, con un tema que en pasajes remite a Nickelback, todo esto mientras muestrean uno de los temas más emblemáticos del grunge.
R: Jay-Z. O Justin Timberlake. O ambos en un sacrilegio tan desmesurado que además nombran ‘Santo Grial’ (en inglés). El mérito más grande de esta canción, es que logró hacer sonar a Timberlake como nunca soñó siquiera en sonar durante sus épocas de ‘boy band’. Y no estoy seguro que eso sea algo positivo.
La emoción que llega de tener entre las manos el nuevo material de un verdadero maestro del east coast rap, se ve multiplicada cuando podemos apreciar que son dieciséis temas los que le componen. Tan lento como sus primeros minutos, pasa el brillo y desvanece la novedad, aún cuando hay momentos de brillantez como ‘Tom Ford’. El trap en esa canción —aunque se siente algo forzado y ajeno a lo que Jay-Z nos tiene acostumbrados—, se agradece y se puede disfrutar ampliamente. Tanto o más que las instrumentaciones en ‘Oceans’. Hay cortes útiles para tomar una siesta con mucho groove: en total paz y sin mayor perturbación; con sueños donde se ruega aparecieran más piezas como ‘Somewhere In America’ o ‘Versus’.
En general este álbum tendrá a mi parecer una mala evaluación. En el comparativo obligado —tomando a Yeezus de ‘Ye como el referente del año— se llega a la conclusión de que un disco de pop y R&B, puede intentar ser vendido como un esfuerzo de hip hop o rap. Se instalará tan pronto en el panteón de los discos intrascendentes, que muchos pueden olvidar el hecho que este es el número 13 en la larga carrera de Jay-Z. Intentar para otros lograr la lírica que sólo el autor puede, es un ejercicio viciado de futilidad. Lograr el nivel de producción que a este punto le acompaña sería inútil. Sin embargo, las habilidades y experiencia del titular y sus invitados (de súper lujo y súper desperdiciados) refleja que el discurso erudito de la rima imaginativa y aparentemente impecable, también puede sufrir de vacuidad, arrastrando hacia ella a quienes le escuchen.
“Magna Carta Holy Grail” se erigiría como el contrapunto perfecto a las notas de Kanye y su modelo 2013. Podría ser la lección y la cachetada del maestro a los muchos alumnos que hoy se pierden en tantos rumbos. Empero, al disco le falta también ruido y presencia. Es un partido de hockey jugado desde la banca, con una yelmo del medioevo por casco: lo más seguro (y aburrido) del planeta.
No se discute la impecable forma de maridar las rimas que Shawn Corey Carter ha aprendido a pulir a lo largo de sus muchos años y producciones, sin embargo, se sienten cansadas y demasiado familiares. A fin de cuentas, ¿cuántas veces se puede hablar de los humildes orígenes, de la relación con Beyoncé o se puede uno auto nombrar el mejor en lo que se hace? “Magna Carta Holy Grail” no es distinto en esos aspectos y en esas historias. Tiene un sonido que por muchos momentos se pierde entre las muchas manos que le moldean y se siente cansado, lento, sin colmillos. Por momentos se podría pensar que se le ha “sacado el barrio al muchacho” y éste ha perdido su fuerza primal neoyorquina, que se expresa en algunas líneas armónicas en las que Brooklyn es evidente. Unas que se diluyen en un hip-hop à la fifth avenue.
Me quedo con los aciertos tales como el impecable hilado de las 16 piezas que componen “MCHG” y cerraré los ojos, soñando con los noventa y nueve problemas que Jay-Z no tenía y hoy padecerá por culpa de este álbum. Buscaré mientras tanto mi copia de “The Blueprint” mientras escucho algunos singles de otras producciones. Y él debería tal vez, hacer lo mismo.