Narrativa literaria, iluminación cinematográfica, tradición prehispánica: todo forma parte del tinglado artístico de Daniel Lezama.
Algo que de lo que más llama la atención de la obra de Lezama es que es estrictamente pictórica en un tiempo en que la crítica ha decretado el acta de defunción de la pintura. Sus pinturas están llenas de desnudos honestos, nada de afeites: matronas de pechos caídos que seducen jovencitos en el llano mexicano.
Daniel Lezama es un rebelde, un artista de la periferia. Nunca fue a la escuela de niño ni de adolescente; toda su educación la hizo en el sistema abierto. Se vanagloria de no haber pisado un salón de clases hasta bien pasados los 20 años cuando entró en la Escuela Nacional de Artes Plásticas.
Lezama acepta su posición como artista fuera del circuito del arte contemporáneo, donde el arte conceptual es el que manda, no la pintura figurativa. Eso hasta hace unos años cuando la obra de Lezama comenzó a ser una de las más buscadas del mercado. Hoy forma parte del catálogo de la Galería Hilario Galguera, la misma que maneja a artistas como Damien Hirst y Bosco Sodi.
A Lezama le gusta Eminem porque es un artista honesto. La honestidad es parte fundamental de su obra pictórica. Con escenas como unos mariachis celebrando el sexo de una mujer o un hombre desnudo que celebra un ritual chamánico.
Hay un territorio que es un remanso llamado empatía. La empatía es fundamental en la obra del artista. Los cuerpos de la obra de Lezama están disparados hacia lo que no queremos ver: perfectos en su imperfección. Carnes colgantes, vejez (o infancia) sin maquillajes, escenas en las que los cuerpos decadentes que no son lejanos ni fantasmales, sino presentes, reales.
Es un artista omnívoro. Se llena de estímulos. Como los grandes artistas de la historia, Daniel Lezama posee una profunda conciencia cultural. De Eminem a Juan Gabriel, de Goya al grafiti. “El artista debe hacer valer la desmesura de la ficción”, dijo en una entrevista hace unos años. Desmesura: Lezama no le teme a las palabras rebasadas, monumentales.
Si el cine mexicano fuera más sincero, estaría lleno de imágenes como las de los cuadros de Lezama. En los cuadros de Lezama hay un estilo naturalista, sí, pero las escenas que suele retratar son escapadas de una imaginación cachonda, por sensual y hambrienta de fantasía.
Una matrona de pechos caídos se acuesta con un niño apenas púber; unos mariachis celebran el encuentro. Una nínfula desnuda de pie sobre el cofre de un carro en un taller mecánico. Una mujer baña a un niño con los brazos que escurren un líquido rojo, a sus pies yace el cadáver de un charro: el cuadro se llama ‘La muerte del Tigre de Santa Julia’. La muerte del padre, del mito mexicano.
Si bien Lezama es un pintor muy orgulloso de serlo, su trabajo bien puede remitirse a otros artes. Del cine, por supuesto, a la escultura y la música. Lezama pinta en la luz natural de su estudio. Mientras tanto el mundo del arte puede consignar la muerte de la pintura. Lezama sigue pintando.