Es domingo de pascua y Brasil es el país con mayor número de feligreses del catolicismo. San Pablo está quieta como pocas veces y la espiritualidad parece haber ganado la calle. Aunque, además, es domingo de Lollapalooza y desde temprano los alrededores del Jockey Club están alborotados. Entradas agotadas, filas de autos y taxis y mucha -pero mucha- gente tratando de entrar de alguna u otra forma. Claro, no sólo de religiones oficiales se nutre el espíritu del hombre. Parece que Brasil es, también, uno de los sitios con más seguidores de Pearl Jam en todo el mundo.
No hay dudas, el tercer día del festival estuvo hecho a la medida de la otra gran banda de Seattle. Eso, no obstante, no fue impedimento para que Foals ofreciera el show más contundente de todos los que pasaron por el escenario Butantã (segundo en importancia). El quinteto de Oxford venía de una serie de conciertos en el mítico Royal Albert Hall de Londres y, evidentemente, el momento grupal es inmejorable. La banda sonó potente y ajustada y, con un especial sentido de coherencia, integró canciones de sus tres discos en una lista que supo jugar con una narrativa rica en matices y momentos. Se destacaron ‘Late Night’, ‘Providence’, ‘Inhaler’ (todas de su reciente “Holy Fire”) y una increíble versión de ‘Two Steps, Twice’. Pero lo fundamental fue que la música y la interpretación generaron reacciones en principio contrapuestas, desde el éxtasis total hasta la concentración más silenciosa. Aplausos y ovación general para ellos, y no mucho más para decir.
Ahora, si lo de Foals fue una de las expresiones máximas del sonido que puede lograr una banda en un contexto así, no sucedió nada parecido con Kaiser Chiefs. El histrionismo de Ricky Wilson tuvo que luchar con la permanente falla del sistema de amplificación y la banda no logró mostrar mucho más que un puñado de canciones con algunas partes interesantes. Lo cierto es que la gente retribuyó esa energía y no acusó el impacto de un show incómodo, que nunca llegó a escucharse de manera óptima. Eso sí, Kaiser Chiefs parece haber alcanzado su techo hace mucho y se han convertido en un grupo de relleno para estos eventos. Un número que, si está, puede ser entretenido, pero si falta, seguramente pase desapercibido para muchos
“Las bandas aburridas siguen siendo mayoría”, confirmaba hace unos días Pelle Almqvist, cantante y aullador de The Hives. Y si se trata de verdades irrefutables, es obvio que su propia banda no entra de ninguna manera en los límites de esa categoría. Vestidos literalmente de gala (con fracs y galeras), los suecos entregaron una descarga eléctrica de punk con sabor a garaje y altísimas dosis de adrenalina. Una gigantografía de Almqvist como titiritero hizo las veces de escenografía y sirvió para bajar un mensaje claro. Asentado en la potencia y la precisión de su banda, el vocalista de The Hives no hace otra cosa que manejar los hilos de un público que termina cediendo frente a su locura. El grupo toca cada vez más fuerte y se da el lujo de quedarse congelado durante un par de minutos. Todo termina con la explosión final de ‘Tick Tick Boom’ y lo que empezó como un show más dentro de Lollapalooza, acaba como si hubiéramos sido parte de una sesión de hipnosis.
Uno de los mayores atractivos de este tipo de festivales en general y del concepto de Lollapalooza en particular es la mixtura que se genera a partir de la mirada heterogénea (aunque predominantemente anglosajona) de su programación. Poder ver a Hot Chip justo antes de que Pearl Jam tomara por asalto el escenario de en frente es consecuencia de esa lógica. Con su electrónica elegante y enamoradiza, tocada manualmente y pensada dentro y fuera de los límites de la pista de baile, los ingleses recordaron que existe un antes y un después de la llegada de New Order a la historia de la música pop. Tuvieron que competir con la ansiedad de muchos por ver el cierre del festival y lo hicieron con un set que, amparado en visuales geométricas pero siempre cambiantes, generó una sensación general de bienestar y disfrute en gravedad cero.
Sin embargo, gran parte de las 60,000 personas que pululaban en todo el predio del Jockey Club habían llegado hasta ahí para un momento particular. Vedder y compañía tenían programado un show de más de dos horas (por lejos el más largo de todo el fin de semana) y había que ser parte. Igualmente, más allá de la grandeza, Pearl Jam es una banda que ha añejado bien. El peso y el paso del tiempo ha jugado un papel fundamental en la construcción del mito pero ellos han sabido sostenerse como estandartes de su generación para convertirse en clásicos contemporáneos. Su propuesta casi no corre riesgos, pero con su lectura del hard rock y la llamada americana, condensa la quintaesencia de la música popular estadounidense. En ese plan, y a pesar de un concierto por momentos extenso, la banda logró distribuir lo mejor de su discografía en forma balanceada y con lugar para las canciones más crudas (‘Do The Evolution’) junto a las baladas más sentidas (‘Black’). De todas formas, el final a coro de ‘Jeremy’ sirvió para entender un par de cuestiones: a) “Ten” (1991) sigue siendo el disco matriz de toda la obra de Pearl Jam y da lugar a los puntos más altos de sus conciertos; y b) cuando quiénes sienten las canciones inevitablemente forman parte de ellas la música se transforma en vínculo y una banda puede convertirse en la razón de muchas cosas: eso es Pearl Jam para una lista interminable de gente.
Y ese fue, también, el momento que condensó tres días cargados de música y emociones. A fuerza de una programación napoleónica, la segunda edición de Lollapalooza apostó aún más fuerte que el año anterior y logró cumplir el objetivo tanto en lo económico como en lo cultural. 167 mil entradas vendidas y un gigante urbano atravesado por el evento no son cosa de todos los días. Además, no sólo parece que la versión brasileña del festival creado por Perry Farrel llegó para quedarse (ya se confirmó una nueva cita para el año que viene), sino que, además, con su inmensidad, su ansia de internacionalismo y su inconfundible color latinoamericano, consiguió encarnar la idiosincrasia de la ciudad que lo cobija.
Si el ir y venir festivalero fuera una disciplina deportiva, Lollapalooza Brasil sería uno de los circuitos de mayor dificultad, con variables como las distancias, el barro, los horarios respetados al máximo y la multitud como características centrales. Por eso, en medio de un predio de la extensión de un parque público, con cuatro grandes escenarios bien distribuidos temporal y acústicamente y con la variedad de artistas en oferta, el segundo día del festival se tradujo, para muchos, en un movimiento incesante que empezó apenas pasado el mediodía, con la humedad de San Pablo como cómplice morboso.
En ese contexto, que una de las primeras cosas que se hayan podido ver en el escenario Jardim (a las 2 y 30 de la tarde) haya sido Toro y Moi fue igualmente hermoso e injusto. La banda detrás del proyecto de Chazwick Bradley Bundick es una catarata de groove, modulaciones siempre tramposas y un sincretismo de pop y música negra que, lejos de sonar repetitivo, contagia por su personalidad. Sin embargo, un show con esa presencia de graves -aunque a veces en exceso-, con ese guitarrista (señoras y señores, con ustedes ¡Jordan Blackmon!) y con esa animosidad hubiera merecido un lugar más nocturno en la grilla. Como para bailar y aplaudir sincopadamente bajo la luna y no en medio de un mar de transpiración.
Entonces, una de las cosas que quedaron en claro a lo largo del segundo día del festival es que hay formas y formas de interactuar con el pasado. La de Gary Clark Jr. tiene que ver más con disfrutar y con hacer disfrutar que con establecer relaciones e intercambios. Una de las atracciones que llegaba con el cartel de “joven promesa” evidenció que su propuesta, simple y sin ninguna gran búsqueda, está basada en un virtuosismo de calle, no de escuela. Manejó a placer los yeites del blues, el rock and roll clásico y el funk, pero, por sobre todo, mostró una admiración explícita por el tipo de vínculo físico entre hombre e instrumento que han sabido patentar héroes de la guitarra como Jimi Hendrix, Pete Townsend o el propio Stevie Ray Vaughan. Y, además, se ganó al público a base de solos y cierta demagogia rockera propia de este tipo de eventos.
Después del aclamado show de Two Door Cinema Club y en el mismo momento en el que Alabama Shakes realizaba una presentación que la prensa brasileña terminaría considerando “histórica”, Franz Ferdinand protagonizó el primer concierto realmente masivo del día sábado.
En sincronía con el caer de la tarde, la banda de Alex Kapranos mostró porqué pueden ser considerados herederos naturales de los Talking Heads. Lo suyo es finura escosa tamizada con post-punk, música disco y algún esbozo de africanismo (como cuando los cuatro miembros de la banda del archiduque tocan conjuntamente la misma batería). No obstante, y pese a grandes momentos como ‘The Fallen’ o ‘This Fire’, el grupo parece haber quedado estancado y su arsenal de canciones necesita renovarse en términos mediáticos. Es buena noticia, entonces, que su retrasado cuarto álbum tenga fecha de salida para este año.
Otra cosa igualmente necesaria se vislumbró en la última parte de la noche. Quién haya sido el responsable de programar en conjunto a Queens Of The Stone Age y The Black Keys en un mismo escenario merece un premio por su buena intuición. Sin dudas, ambos fueron los shows máximos del segundo día y, al menos hasta ahora, de todo el festival. La banda de Josh Homme -genuinamente sorprendido con el cariño del público- consiguió uno de los mejores resultados a nivel sonoro y lo hizo con un volumen verdaderamente exuberante. Pero, además, QOTSA ratificó el hecho de que su música es apta para una variedad más que interesante de público. Aquellos que gusten del metal, aquellos que estén obsesionados con los pedales de efectos y las texturas, aquellos que se estremezcan con los cortes instrumentales, aquellos que lleven el punk en la sangre, aquellos cazadores de melodías, aquellos que no puedan evitar derretirse con los falsetes; todos encuentran cobijo en la música multiforme, potente y emocionante de Homme y compañía.
Por su parte, The Black Keys parece estar redondeando los mejores años de sus vidas. Después del éxito de “El Camino” (2011), la banda ingresó en un espiral de reconocimiento público que los ubica al cierre de los festivales más importantes del mundo. Lollapalooza no fue la excepción y los encontró de cara a un público de alrededor de 50.000 personas. De todas formas, Dan Auerbach y Patrick Carney no parecieron alterados. Fueron la aplanadora que todos esperaban y gracias al aporte sólido de su banda de apoyo hicieron un repaso exhaustivo de buena parte de su discografía. Pero lo fundamental es cómo lo hicieron. Con canciones que no dejan de remitir a una estética ampliamente revisitada, The Black Keys condensa su unicidad en una interpretación apabullante, con una capacidad de manejar acentuaciones, dinámicas e intensidades que los distingue de la media. Cuando hay que explotar, explotan llenos de rabia, con espuma saliendo de sus bocas. Cuando hay que tocar más bajo que los murmullos de la gente, llegan a mimetizarse con el ritmo de la noche paulista. Y cuando tienen que ser sólo ellos dos arriba del escenario, sacan a relucir cómo llegaron a convertirse en una de las bandas más grandes del mundo. Tocando, tocando y tocando hasta ser una sola entidad.
San Pablo es la tercera ciudad más grande del planeta. Más de siete millones de autos la atraviesan todos los días y su arquitectura no hace más que estirar hacia arriba esa monstruosidad que se percibe no sólo en cada dato duro, sino también en cada avenida, cada café, cada sándwich. Por eso, no llama la atención que lo que pasa límites adentro del predio del Jockey Club tenga una continuidad lógica con la ciudad que queda afuera. Lollapalooza Brasil es, por supuesto, inmenso, inabarcable y congestionado. Rebalsa de estímulos que se chocan y no parece dispuesto a quedarse en la mediocridad. Pero lo más importante es que logra transformarse en uno de los festivales más particulares del mundo gracias a ese color paulista que mezcla casi instintivamente sabor local y deseos de grandeza global.
En ese contexto, el primer día del evento estuvo marcado por la sensación de novedad y la necesidad de adaptación. Los accesos, las distancias, los seis escenarios (incluyendo uno para niños), la lluvia, los “espacios de sombra” estratégicamente ubicados y equipados; todo fue objeto de estudio y se analizó en función del recorrido planteado. Porque, obviamente, en un acontecimiento de esta magnitud es imposible ver todo lo que uno quisiera y lo que haría falta para dar cuenta del espíritu y las vivencias que ofrece Lollapalooza. Por eso, no queda otra que elegir el festival que uno quiere ver y no preocuparse por la abundancia de oferta que intenta marearnos.
Una cosa que llama la atención: no hay prácticamente artistas brasileros que toquen en horario central. En general, están distribuidos al inicio de la grilla y como una especie de antesala de grupos incluso de menor trayectoria y trascendencia, como Of Monsters and Men, banda islandesa que, con apenas tres años de carrera y un pop acústico pero grandilocuente (con golpes de piano machacantes, trompeta, acordeón y voces simples pero multiplicadas a coro), logró la primera gran ovación de la jornada y generó una comunión total con el público. Cada palabra de la dupla de vocalistas fue celebrada y la gente que habitaba el escenario Butantã levantó todo el tiempo sus manos para acompañar los épicos pero previsibles climas de las distintas canciones.
No ocurrió lo mismo con The Temper Trap, al menos en un comienzo. La banda dio un show que no se salió de la media de guitarras estridentes, bases potentes y teclados a-la-Coldplay. Sin embargo, el talento vocal (exquisito, clásico y moderno a la vez) del cantante Dougy Mandagi quedó opacado en gran parte del concierto por el sonido gigante formato festival. Más allá de eso, algunas de las canciones más sentidas del primer día vieron la luz en los momentos más pacientes del set de los australianos, quiénes además mostraron a uno de los grandes personajes de Lollapalooza: ese Óbelix contemporáneo (y un poco más delgado) que adoctrina incansablemente a su bajo, baila como si fuera Will Ferrel y responde al nombre de Jonathon Aherne.
Otro inscripta en esa lista es, sin dudas, Alice Glass. La cara femenina de Crystal Castles subió al escenario encapuchada, tirando un vaso y abriendo inmediatamente una botella de whisky. Casi no se la escuchó y sus alaridos deformes quedaron muy por detrás del atentado de sintetizadores de su alma gemela, Ethan Kath. Pero para los muchos que se acercaron al pequeño escenario Alternativo hambrientos de performance y baile no hubo grises. Falló la ecualización, casi ni se distinguieron los matices y las interpretaciones estuvieron lejos de ser memorables… sí, claro, ¿y eso a quién le importa? El show del dúo canadiense fue el más pobre técnicamente, pero no hay dudas de que consiguió uno de los mayores niveles de intensidad.
Y justo cuando el barro empezaba a colarse entre la ropa y la piel, los Flaming Lips lo convirtieron en parte de su puesta en escena. Porque atravesar un pantano descomunal al atardecer y encontrarse con Wayne Coyne meciendo un bebé electrificado no es cosa de todos los días. Más aún cuando, casi de repente, la banda empieza a tocar una música conocida y, al mismo tiempo, de otro planeta. (Si la teoría detrás de “Hombres de Negro” fuera cierta, no quedan dudas de que estos tipos serían extraterrestres radicados en la Tierra.). Lejos de la aclamación popular y estrenando buena parte de “The Terror”, la banda generó una atmósfera única y se mimetizó con una escenografía de ciencia ficción clase B y con unas visuales que ya forman parte del podio del festival. Finalmente, el grupo de Oklahoma confirmó porqué “Yoshimi Battles The Pink Robots” (2002) es uno de los discos clave para entender la música de los últimos treinta años, ofreciendo hermosas versiones de la primera parte de la pieza que le da título al disco y de ‘Do You Realize??’, dos de las n canciones que todo amante de la cultura rock tiene que ver y escuchar en vivo antes de morir.
Frente a eso, la jovialidad motownesca y sintetizada de Passion Pit o el efectismo de Deadmau5 nada pudieron hacer. Pero tampoco pudieron Brandon Flowers y sus Killers, con un show que contó con una atención masiva impresionante (por lo menos 40.000 personas viéndolos a ellos) y que, gracias a una performance impecable, sirvió para candidatear al grupo de Las Vegas como la próxima gran banda de estadios. No. Porque más allá de los fuegos de artificio y las luces, ninguna otra banda fue capaz de plantear siquiera un espectáculo audiovisual cercano al de los Flaming Lips. Ni tampoco nadie mejor Wayne Coyne para tomarle el pulso a San Pablo inventando historias sobre aviones que, en vez de aterrizar en el aeropuerto, chocan contra la ciudad y convierten el caos en infierno.