¿Y si, aunque sea por una vez, fuera la música la que realmente ganara? No la música-publicidad, no la música-negocio, no la música como posicionamiento de marca. La música entendida como comunidad, como deseo compartido, como éxtasis colectivo y conexión de los cuerpos. La música y los músicos; esas hordas de pibes y pibas que andan la vida con auriculares como parte de su equipaje permanente; aquellos que se emocionan con la salida de un disco esperado o con un nuevo descubrimiento; los que se conmueven con una portada de álbum que les toca una fibra íntima; esos que no pueden creer el recital que están viendo. En definitiva, todos y cada uno de los que, por una razón u otra, viven por, en, de y con la música. Esa especie de vibración permanente que todo lo atraviesa y todo lo impregna. Una auténtica forma existir, de ser y estar en el mundo.
Parece utópico y un tanto inocente. Pero lo cierto es que la grieta del sistema existe, aquí y ahora. La música fue, en efecto, la protagonista casi exclusiva del Music Wins! Festival y esto no sólo es una novedad, sino también un punto de inflexión, un quiebre con la historia reciente de este tipo de eventos. La victoria estuvo asegurada porque:
No tan curiosamente y fuera de la lógica de los grandes festivales afincados en Argentina desde hace algunos años, Music Wins! no distinguió entre consagrados y apuestas. No hubo, tampoco, artistas de relleno ni caprichosos paquetes de management con números cuanto menos intrascendentes. El line-up del MWF -fino, diverso, fluido e intrigante- fue en verdad, el punto más alto del evento. Y la coincidencia no es casualidad. La posibilidad de ver en vivo, juntos y en óptimas condiciones generales de producción, a Tame Impala, Mogwai, Erlend Øye, Yann Tiersen, Beach Fossils, Juana Molina, Pond, Real Estate y Astro es la cosecha de lo sembrado por Indie Folks. También, la sola idea de vivir una fiesta de domingo con Metronomy, 2manydjs, The 2 Bears, Four Tet y Floating Points. Pero, además, los dos días de festival se completaron con una nutrida y gratificante lista de artistas emergentes pero para nada inocentes, como Morbo y Mambo, Él Mató a un Policía Motorizado, Les Mentettes y D.I.E.T.R.I.C.H., entre otros. Y es ahí cuando el concepto termina de cerrar. Todo queda clarísimo. Músicos haciendo de la música una forma de vida y de búsqueda constante. Artistas que no alcanza sólo con escuchar, artistas que hay que ver. Sonidos nuevos y viejos, trazos delicados y explosiones nucleares. Carisma, excentricidad, viajes interiores, ventanas a distintos mundos.
Toda la carne a la parrilla
La primera jornada del binomio festivalero hizo énfasis en el baile como expresión predominante desde el arranque, con un musicalizador (Cucho Dub) que se encargó de sincopar la previa y los intermedios y con una muy buena primera impresión a cargo de El Remolón, quien demostró la vigencia de la cumbia digital. Pero si la noche estaba pensada para el lucimiento de la electrónica y de la figura del DJ como diseñador emocional de masas, lo cierto es que fueron dos bandas las que lograron el clímax escénico y el aplauso total de la Mandarine Tent. Mucho antes de la explosividad de 2manydjs y The 2 Bears, lejísimos de la monotonía de Floating Points y la abstracción ondulante de Four Tet, Morbo y Mambo y Metronomy resultaron un combo demoledor para caderas y gargantas.
Los locales, dueños de un combo exquisito de músicas negras de todas las latitudes, demostraron que son una de las bandas argentinas de mayor proyección internacional. Como Nairobi o la propia Juana Molina, son capaces de insertarse y destacar en cualquier festival a nivel mundial. Además, de la mano de las canciones de su reciente segundo disco (“Boa”), el grupo demostró en escena que sus raíces afro-beat han ramificado en una música explosiva y trascendental, con bronces que parecen querer tocar el cielo y con una fina evocación tanto a Madchester como a la fórmula patentada por Rage Against The Machine. Después de una experiencia así -acompañada magistralmente desde las visuales-, la simplicidad de Metronomy sirvió como contrapunto perfecto en términos de programación. Con la austeridad y la elegancia como bandera, los ingleses jugaron sus cartas más variadas y mostraron cada uno de los rasgos de su obra. Las canciones de “Love Letters” se conjugaron casi naturalmente con otros grandes momentos de su discografía (‘The Bay’, ‘A Thing For Me’) y la banda toda se destacó no solo por su pericia, sino también por su empatía y su complicidad, con mini coreografías y disposiciones escénicas que despejaron las dudas sobre la frivolidad del grupo y elevaron aún más el nivel emotivo del show. Definitivamente, el nodo central de una noche que, pese a los pequeños retrasos y los altísimos precios (sobre todo en la bebida), sirvió como arranque demoledor de un festival de otro planeta.
Un planeta que, con la inmensa y poderosísima lista de bandas y artistas programados para el segundo día, parecía más un espejismo que una realidad posible. Pero no. Era cierto y las condiciones de producción acompañaban esta especie de sueño hecho realidad. Frente a otros eventos delineados en función del marketing y el consumo por postas, la novedad de los escenarios al aire libre que incluyó la segunda jornada mostró una vez más el respeto por el público que caracterizó a (casi) todo el Music Wins! Festival. Emplazados estratégicamente con una pantalla gigante que hacía las veces de conexión, el Music Stage y el Wins Stage funcionaron en complemento permanente y marcaron un detalle fundamental: desde cualquier lugar del predio se podía ver y escuchar a la perfección todo lo que sucedía en ambos colosos principales. Decorados simbólicamente con parlantes y con la estética del festival, los escenarios fueron una pequeña muestra de todo un evento que puso a la publicidad en su lugar y no se dejó invadir por intereses foráneos a los anunciados en cartel.
Separados apenas por un sendero del sector contiguo a la Mandarine Tent y de la escueta pero más que interesante sección gastronómica, los escenarios centrales plantearon un ping-pong de artistas que se corrió del in-crescendo habitual y priorizó la curiosidad. Después de un comienzo para pocos a cargo de Los Asteroids y Mompox, Real Estate inició la maratónica lista de visitas internacionales que no se podían obviar. Con un importante puñado de gente al pie del Wins Stage, los nativos de New Jersey desplegaron sus canciones amables y casi calcadas, con guitarras luminosas y reverberantes. Sin embargo, estuvieron a años luz de lo que pasó inmediatamente después, en el escenario contiguo. Pond, esa especie de lado b de Tame Impala fue, por lejos, el espectáculo más sorprendente de todo el festival. Los australianos son cultores de un género absolutamente propio y se dieron el lujo de servir un jugoso brebaje en plato hondo con sabor a: post punk piscodélico, garage, hard-rock, r&b y kilos de distorsión y sintetizadores. El público presente, atónito y extasiado, respondió con creces a la locura magnética de Nick Allbrook y los suyos. Caras de sorpresa, gestos de alabanza, pogo y ovación reiterada. Sin dudas, el inesperado punto máximo de una tarde calurosa dentro y fuera de la epidermis.
Poco pareció importarle todo lo anterior a Erlend Øye, quien salió decidido a repartir buenas energías y melodías junto a sus Rainbows. Y vaya si lo logró. El noruego radicado en Italia es arquitecto de una música apta para todos los públicos posibles, con la belleza como horizonte absoluto y con una elasticidad que permite hacer brillar a un saxofón, una flauta dulce, una guitarra acústica, un bajo motownesco, unos teclados saltarines y tintineantes o a todo el combo al mismo tiempo. Cada instrumento tiene su lugar y su función definida dentro de la línea temporal de las canciones. Cada uno de los ejecutantes aporta suavidad y estilo a una música que debería estar recetada contra la depresión. Y en medio de todos esos estímulos, Øye se mueve como un cisne torpe y desgarbado que podría competir cadera a cadera con Michael Jackson por el cetro de bailarín universal.
Con las sonrisas multiplicadas en la cara de muchos, la tarde empezó a declinar y las primeras luces aparecieron en el sector de los food trucks. En el Music Stage, los Beach Fossils tomaron la posta con un concierto breve pero cada vez más intenso, con guiños religiosos tanto al shoegaze como a la tradición compositiva de Morrissey/Marr; y que terminó con el cantante Dustin Payseur expresando su reiterado amor por el público en medio de manos y cabezas que se llevaron para siempre un recuerdo imborrable. Juana Molina, en tanto, mostró su tribalismo digital a la hora precisa. Al filo de la frontera de la noche, la música de Molina y sus dos imprescindibles acompañantes supuso un portal a otra dimensión (¿la música del futuro?) y una invitación a mover el cuerpo irregularmente, sobre todo con el por momentos satánico material de su último disco, “Wed 21”. El aprovechamiento máximo de pequeñas estructuras y recursos que solo aparentemente funcionan como formas indefinidas fue el punto de conexión con el siguiente concierto: el de Yann Tiersen. En apenas unos minutos, el bretón demostró no solo su virtuosismo y su buen gusto, sino también su capacidad de conectar con una audiencia vasta y dispersa sin más armas que una música arpegiada y profundamente personal. Lejos de las películas que lo hicieron conocido, lo interesante fue poder ver a Tiersen en acto, tocando y cambiando instrumentos, conectándose con sus músicos, envolviendo el sentimiento general de la jornada.
Con poco para el final, la Mandarine Tent subió la apuesta con Los Álamos y los sorprendentes Kakkmaddafakka (recomendados a viva voz por Erlend Øye) y muchos se aprontaban para ver a los ascendentes Astro mientras, en el Wins Stage, Mogwai empezaba a cerrar el festival profundizando el espíritu diverso de la programación. Con un show denso y cansino, los escoceses mostraron por qué son uno de los nombres fundamentales del llamado post-rock. Y aunque quizás hubieran encajado mejor en otro momento o con un set más corto, con sus dos últimas canciones (‘Mogwai Fear Satan’ y ‘Batcat’) lograron erizar y emocionar a todo el público presente. Del casi-silencio al estruendo más potente en apenas una milésima. Una de las mil sensaciones por las que hay que pasar en un concierto de rock antes de morir.
O la previa perfecta para esperar a Tame Impala con la piel encendida. Porque, en efecto, los australianos fueron el gran número del Music Wins! Festival y, también, su razón principal de ser. Solo con una convocatoria asegurada de antemano se puede plantear el riesgo de hacer un evento de estas características. Aquí no hay artistas de difusión ultra-masiva ni ídolos juveniles; apenas una elite musical y del buen gusto que, con mucho esfuerzo, puede alcanzar la decena de miles de personas. Por eso, resulta necesario capitalizar un fenómeno como el de Tame Impala en Argentina para poder cumplir este sueño gigante de unos cuantos. En la senda de lo que supo suceder alguna vez con los Ramones, los australianos protagonizan una relación de amor profundo con una porción cada vez más importante de gente. Tocaron en Buenos Aires por primera vez en 2012, repitieron en 2013 con un doblete de fechas en un lugar mucho más grande y en este 2014 pasaron la prueba del show al aire libre con creces. Cuesta creerlo pero es así. Muy lejos de Perth, Australia, Tame Impala tiene destino de popularidad en el otro extremo sur del mapa. Y el cierre del Music Stage fue la confirmación de hermoso absurdo. Con un show que repasó ampliamente sus dos álbumes, la banda desplegó su magnetismo audiovisual y justificó su lugar ganado en la vanguardia de la música pop. Con un sonido imponente, superior incluso a la magistral producción discográfica de su alma máter, Kevin Parker, los Tame Impala rápidamente se convirtieron en otro de los puntos descollantes del festival. Tocaron todo, acompañaron los cánticos de la gente, improvisaron lo justo y necesario y, fundamentalmente, aportaron al éxtasis colectivo. (“Tame Impala es un sentimiento, no puedo parar”, se escuchó en formato de ovación futbolera.)
No había mejor número para cerrar el Music Wins! porque, en definitiva, este era un festival diseñado en función de Tame Impala. Con una curaduría que priorizó lo abstracto, lo instrumental y lo lisérgico, era lógico que el gran cierre fuera con algunas de las canciones más adictivas y sorprendentes de los últimos tiempos. No obstante, más allá del crecimiento evidente de público para los australianos, queda la sensación de que un festival así es necesario y debe hacerse costumbre. Es cierto, se trata de una porción mínima del universo rockero, asociada a conceptos siempre ambivalentes como indie o hipster. Pero atravesando la superficialidad que suponen el desfile de modas itinerante -barba/gorra/camisa estampada/tatuajes/tintura- o el elitismo cultural que se desprende de un evento así, lo cierto es que la excitación y la emoción calaron hondo en gran parte del público asistente. Teniendo en cuenta la lejanía de los grandes festivales del mundo, Music Wins! representó la posibilidad concreta de probar un poco de todo eso con apenas un colectivo de distancia. Hubo pose, hubo fashionismo, pero también hubo delirio y alegría sin límites para muchos fanáticos. Y también, hubo una productora que a partir de una idea loca logró dar forma a un evento que, con mucho para pulir y mejorar, tiene todo para consolidarse en el mapa mundial de la música pop. Una celebración así no puede darse el lujo de no existir. La curiosidad del público argentino y la riquísima escena emergente local lo necesitan.