Fotografías de David Barajas (@daviddbarajas)
Cuando Muse irrumpió en el panorama de la música, lo hicieron como la promesa que auguraba extender esa faceta del Rock que Radiohead había iniciado unos años antes: la de intelectualizarlo y llenarlo de texturas sónicas totalmente renovadas gracias a los avances de la tecnología.
Con el paso de los años y un par de discos sólidos que mostraron intenciones de vanguardia, llegaron al mainstream gracias a su aparición en la franquicia del FIFA -el juego de fútbol- y en el soundtrack de Twilight.
A partir de ahí se volvieron un proyecto extraño que tenía la virtud de atraer y convencer al fan ocasional del Rock y a la comunidad más exigente que siempre estaba en búsqueda de guitarras portentosas que se hacían uno con el arsenal de sintetizadores de la banda.
Finalmente, hacia 2012 Matt Bellamy encontró un interés particular en en los futuros apocalípticos y la música narrativa, casi operística que evocaba al legado de Queen y Kate Bush.
Una era que, poco más de diez años después, parece que aún no ha terminado y que tuvo su más reciente entrega en Will Of The People (2022), el álbum que le da nombre a su gira homónima.
Dicho material ratificó que Matt Bellamy, Chris Wolstenholme y Dominic Howard tienen muy dominados sus recursos clásicos de ejecución; pero también evidenció que, a dos décadas de distancia de su debut, en la música han pasado muchas cosas emocionantes y parte de lo que hacen ya se siente desactualizado y gastado.
Algo que se reflejó en la primera fecha que dieron en el Foro Sol de la Ciudad de México, donde quedó claro que su fanbase sigue siendo abundante y numerosa.
Sobre la logística no existe queja alguna y sobre la producción, menos; y tal vez ese sea el mayor de los problemas del show: todo se siente tan medido y calculado que durante varios pasajes, el set careció de alma.
Como si Matt Bellamy ya supiera cuándo y qué hacer para que la gente brincara, cantara al unísono o agitara sus cabezas; y esos momentos los hubiese repetido en el mismo segundo, en la misma posición del escenario a lo largo de decenas de noches.
Incluso, la acción de romper su guitarra -epítome de la locura a lo largo de la historia del Rock- se sintió desangelada y sin explosividad.
Al público no hay algo qué reprocharle; pero queda claro que mucho de su comportamiento es más resultado del amor y el arraigo que le tienen a la agrupación que porque el show en sí mismo genere emociones nuevas.
Aunque el set pareció emocionante porque el montaje instrumental fue estridente, la gente aplaudía y gritaba como reflejo -porque es algo que se debe hacer como un concierto- casi como un protocolo a seguir y no en consecuencia de un clímax emocional generado por la puesta en escena, la narrativa, la ejecución y el vínculo con la audiencia.
El show, en esa dinámica predecible, terminó como empezó y sus mejores momentos fueron aquellos donde tocaron sus dos o tres canciones que rebasan al nicho de fans empedernidos.
De cara al futuro, seguramente Muse seguirá ofreciendo discos y giras que funcionan como la más aceitada de las máquinas, y habrá un público contado en cientos de miles que lo espere como un hermano que cuida a otro; pero en la medida en la que no cambie la dirección artística y estética de la banda, no encontraremos nada que nos haga emocionarnos otra vez.
Muse ya es un cliché de sí misma.