Es una pena decirlo; pero parece que la Ciudad de México se ha obligó a lamentar tragedias y a rendir homenajes a familiares, amistades, amores, compañeros o simplemente co-ciudadanos que nos arrebataron de los brazos.
Y parece que nadie sale vivo de aquí: ninguna condición social, política o económica está exenta y el solo hecho de vivir ya es un riesgo explicado desde lo simbólico y lo estadístico.
Ahora fueron Jorge y Andrés Tirado, dos jóvenes originarios de Mazatlán, Sinaloa que pertenecían a la comunidad artística de México y cuyos nombres hoy acaparan los titulares de los medios de circulación nacional como víctimas de un asesinato perpetuado con saña y sangre fría.
Los motivos son importantes para buscar justicia; sin embargo, el problema merece una reflexión más profunda: vivimos en la cultura del odio, esa que solo encuentra soluciones a través de la sangre y la violencia.
Venganzas, crímenes de odio, crímenes pasionales… Aunque le quieran dar vueltas y vueltas, el país está entregado; y a veces parece que ya ni siquiera nos tenemos los unos a los otros. Nos mata la mafia, nos mata alguien que simplemente decidió que así debía ser; pero también nos mata la gente que -se supone- debería velar por nosotros.
Entonces, si ya no podemos confiar ni en las autoridades ni en la familia, ¿a qué debemos aferrarnos?
Con todo el dolor de nuestro corazón, desde el discurso oficial intentarán que Jorge y Andrés se conviertan en un número más en la lista; así como Ariadna López o Lidia Gómez o Tania Chavarria o Yazell Morazán o Patricia Iraheta, Oscar Chávez Báez o Debhani Escobar.
Pero para nosotros no, al menos no en este espacio: aquí, por respeto a su memoria, toca recordarles por sus pasiones, por sus miedos, por sus luces y sus sombras, por sus sueños y frustraciones… Toca no olvidar la deuda que este país ya tiene con ellos, toca exigir justicia de otras maneras y no conformarse con una realidad cada vez más podrida; toca, sobre todo, no olvidar.