Los hermanos Gallagher tuvieron la razón: esa noche fui una estrella de rock. Bueno, este fin de semana pasado. Y es que hace 10 años comenzó una misión que parecía imposible: ir a un concierto de Oasis. Yo tenía 15 y en mi iPod nano solo guardaba Wonderwall, pero todo cambió cuando me topé con una entrevista de los hermanos Noel y Liam Gallagher. No hubo vuelta atrás. Mis ojos quedaron maravillados con lo que estaba viendo: la manera de hablar, su sentido del humor, la arrogancia, hasta el peinado. Y, por supuesto, la música. No tenía duda de que estaba frente a unas auténticas estrellas de rock.
La mala noticia es que la banda se había separado unos años antes, pero no perdí la esperanza. Y como ellos no dieron señales de hacer las paces, tuve que tomar medidas drásticas: o mejor dicho, cruzar el Atlántico. Liam regresaba al icónico escenario que no pisaba desde 1996 y Noel era el acto principal en la tierra de sus padres. En menos de 48 horas reuní a Oasis. El menor contra el mayor. La voz contra la letra. Knebworth Park contra St Annes Park. El sol intenso de Londres contra la lluvia incansable de Dublín.
En ambos conciertos vi un desfile infinito de bucket hats, tenis Adidas de todos colores y me tocó ver cómo se borraba la brecha generacional: cientos de niños cantaban desde los hombros de sus papás; muchos de ellos hicieron lo mismo 26 años atrás, en el mismo Knebworth –con un poco de más pelo en la cabeza–. Además, la bandera mexicana estuvo presente en forma de puestos de tacos y una playera del América en Londres y una del Cruz Azul en Dublín. Me vi tentado a pedir tacos, pero los fish & chips no faltaron con su respectiva pinta.
Finalmente, otro elemento que unió a ambas presentaciones fue la música. Aunque sea por separado, el legado de las canciones de Oasis continúa vivo. Yo ni siquiera había nacido en aquel fin de semana de agosto hace 26 años cuando Oasis se presentó ante 250 mil personas. No soy parte de la clase trabajadora de Manchester, pero ‘Stand By Me’, ‘Little by Little’ y ‘Whatever’ se sienten tan íntimas que podía jurar que me las estaban cantando a mí.
Luego de un par de vuelos, muchos transbordos de metro y varias horas en camión: el sueño se hizo realidad. Tardó una década en llegar, pero siempre tendré el recuerdo de este fin de semana que nadie quiso perderse, ni siquiera The Edge que pasó junto a mí, hombro con hombro, en Irlanda. Nadie se le acercaba al guitarrista de U2, solo era uno más del público disfrutando los éxitos que nos han dejado los Gallagher.