La cita es en latín “Vanitas vanitatum et omnia vanitas”, que se traduce como “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, sacada del Eclesiastés y significando –o señalando- una totalidad vacía –hueca- que pretende advertirnos sobre la futilidad del mundo y sus placeres frente a la certeza de la muerte. Convertida en tema pictórico, es un tema que atraviesa a Occidente –como lanza figurada- desde los frescos pompeyanos hasta Demian Hirst.
La actualidad de la muerte, su relevancia y conjura, siempre presente, ocurriendo a cada momento, más cerca o más lejos, según se transmitan las nuevas, se lean las esquelas, se honren a los muertos y se consuele a sus deudos. La muerte llegará, más tarde o más temprano, la figura de los jinetes que evoca Juan en su Libro de Revelaciones la convierten en una figura –un tránsito siempre anunciado, a punto de suceder- que se representa en su evidencia, sus causas: El hambre, la enfermedad, la guerra y la muerte misma –sin más- como la promesa redundante del final. La relevancia histórica de la actualidad –remedando el tema de Vanitas– se esfuma entre la velocidad de los acontecimientos y el proceso que nos ha llevado –en su novedad aparente- a nuevos ordenamientos, nuevas relevancias y nuevas relaciones con el mundo: ese otro inmenso.
El Vanitas, como si remedara a la sociedad post-industrial, se convierte en una acumulación y una amenaza, invisible –si se quiere- dicha como una corona –por razones taxonómicas- y representada con esta pelota con púas rematadas con ventosas. Ha supuesto –en el último par de años- un linaje vertiginoso en su vocación –si se le puede llamar así- transformadora. Es uno y el mismo, se replica y se transforma, y ya no es igual. El coronavirus, dicho así –de manera literal- es un veneno en forma de corona, apela –en su símil- a una forma de gobierno y ordenamiento, dado a actualizaciones en sus extensiones, como lo es la relación entre estas familias y sus gobernados, misma que se extiende como producto, como gesto y como acto de dominación más allá de sus fronteras.
Se pueden hacer mil y una metáforas y símiles que objetúan las relaciones de poder e influencia. La palabra virus se toma en préstamo del latín -la palabra significa literalmente veneno- y se le atribuye su uso a Aulo Cornelio Celso, quien recurre a ella para decir, describir o advertir sobre la cualidad venenosa de la saliva de los perros rabiosos. Se dedujo –más que ver o descubrir- la existencia de los virus, a partir de la comprobación o evidencia de su existencia, realizada por el biólogo ruso Dimitri Ivanovski, quien filtró el extracto de las hojas molidas de tabaco infectadas con mosaico a través de un filtro de Chamberland-Pasteur –filtro de poros tan finos que no dejaban pasar las bacterias- sólo para descubrir que el extracto seguía siendo infeccioso. El virus, evidencia y metáfora de lo inasible, llegará a ser visto –avistado como lugar- gracias al desarrollo de los microscopios electrónicos de barrido. La metáfora, otra vez: el haz de electrones barre una mínima superficie revelando sus contenidos.
El virus, suma de nucleótidos -adeninas, citosinas, guaninas y timinas armando cadenitas- inerte -en apariencia- excepto cuando reacciona, interactúa o invade –según se quiera describir de una manera o la siguiente- una célula viva, es algo que vemos –que visualizamos- a partir de grabaciones documentales hechas al microscopio de lo ínfimo, de lo infinitesimalmente pequeño, pero que –en el diario transcurrir- nos resulta inmanente. Está ahí –este nuevo virus y todas sus mutaciones, este nuevo virus y todos los demás- aunque no se puede ver- y su lugar –o no lugar- dentro de nosotros –más allá de las distancias, los transcursos y las mutaciones- más allá de un cuadro sintomático- necesita, o ha necesitado –como los demás virus- de diversas representaciones, como una amenaza global, pero también –y por lo mismo- de una significación social global. El signo de los tiempos se representa con nuevos protocolos, las máscaras o cubrebocas se han convertido en emblemas de un tiempo y un estado de las cosas: un reconocimiento de esa inmanencia –como enfermedad, y metáfora de la enfermedad, ahora más pública que privada- que transcurre, recorre e invade el orbe.
Lo que hace Ernesto Ríos, recurriendo, apelando o regresando al Vanitas como tema, es nombrar al virus, decirlo, invocarlo y así exhibirlo. Escritas, o más bien, pintadas, las letras que dicen, o mejor dicho, distinguen, a los nucleótidos. Esas adeninas, citosinas, guaninas y timinas que se repiten y se replican, como versos en una letanía o eslabones en una cadena de ADN, conformando las sombras y las luces del Vanitas, todas y cada una de las letras que dicen el genoma que constituye al virus –treinta mil en total- pintadas, aparecidas, haciendo acto de presencia, tiznando -de blanco- su mínimo lugar en el lienzo, ocupándolo- hasta conformar –con meticulosidad puntillista- el tema. El Vanitas, siempre nuevo y siempre el mismo, como amenaza y como certeza, conjurándolo al conjugar los mínimos re-ordenamientos y cambios de los que depende la gramática esencial de su genoma.
Así, en este tiempo transcurrido en el encierro –este tiempo doblado en sí mismo, un tiempo detenido que no deja de suceder, excepcional en sus circunstancias- nos trae a cuenta las visiones e iluminaciones surgidas en los remotos claustros medievales. Ese mismo miedo perentorio a dragones y caídas del cielo que –desde entonces- anunciaba el fin del mundo. Es desde ahí, en la continua actualización de lo último que requerimos –o más bien buscamos- para decirnos, para consolarnos, para encontrar nuestro lugar en el mundo. Nuevas visiones e iluminaciones que representen –todavía, en la necesidad de un todavía- un tema como el Vanitas, al que recurre -u opta, si prefiere- Ernesto Ríos para apelar –dentro del imaginario contemporáneo y sus códigos- a nuevas representaciones de lo apocalíptico.
El código, eso que está en lugar de, eso que dice lo que es, eso que arma la ilusión de lo que se ve, el código que –articulado de tal o cual manera- se convierte en una amenaza, sean nucleótidos o ceros y unos, unos constituyendo –formal y nominalmente- la metáfora de los otros, transformándose en su estructura y sentido, constituyendo –en sí mismos- un nuevo código de significación y representación. El código como lengua literal, como la saliva venenosa de los perros rabiosos, eso que se dice con el tapabocas puesto, con la sana distancia, con la nueva normalidad, con todos los enfermos intubados, con todos los muertos.
La retórica de lo viral –que no, la retórica viral- es puesta en evidencia –o mostrada, si se quiere- en un video en el que Ernesto Ríos recaba un catálogo de distintos escenarios y circunstancias para conformar un collage de motivos apocalípticos –aquí caben las dos acepciones del término: lo revelado y lo final- que aparece –en remedo de las ventanas que se abren en la computadora- sobre un fondo donde desfila una danzas de distintos virus y bacterias, danza que acaba por convertirse en sucesiones de texto digital que acaban anunciando –a cuadro- la presencia fatal de un virus. El video ha sido montado con la intención de ser una banda sin fin, que se repite una y otra vez, como una advertencia siempre pospuesta sobre los males que se avecinan sobre el mundo, una advertencia que se olvida una y otra vez, aunque sean evidentes –por ejemplo- las consecuencias que ha tenido la explotación desmedida de los recursos del planeta. La peculiar y festiva banda sonora que acompaña al video fue realizada por Jacques Soddell, doctor en microbiología que hace arte sonoro a partir de sus investigaciones sobre el crecimiento de los hongos y en este caso trabajó a partir de la secuencia genómica del virus SARS-CoV-2.
Los lienzos de Ernesto Ríos son negros, están pintados de negro, constituyen un Memento Mori –para seguir con el latín- en el que se perfilan escorzos luminosos que dicen, sea con cuerpos de líneas y tramas de figuras que emulan a los poetas concretos brasileños, sea con código de texto, sea con ideogramas, sea con saturaciones de blanco que acaban por conformar una red que atrapa el sentido, como si fueran bacterias que quedan atrapadas mientras el virus se escapa para conformar una red homóloga e invisible que se extiende a todas partes, volando en avión, reinventándose a cada momento, como las representaciones que caben en una obra que recurre a la pintura como medio para conjurarla, como medio -sea el medio que sea: digital, viral, oral, o de donde venga- para constituirse –insisto- en un nuevo Memento mori donde el signo no está en pos de un significado, sino que –más bien- viene a sustituirlo, diciéndolo desde los hilitos de luz que vienen a iluminar estas nuevas oscuridades.
Es algo que se nos olvida y que debemos recordar, que debemos tomar en cuenta, siempre: el mundo se acaba a cada momento.
Ernesto Ríos (Cuernavaca, Morelos, 1975). Artista multidisciplinario. Doctor en Filosofía (PhD) por la Universidad Royal Melbourne Institute of Technology, Australia. Cuenta con una maestría en Telecomunicaciones Interactivas, con especialidad en Multimedia, por la New York University. Es profesor e investigador de tiempo completo en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Ha expuesto individualmente en 28 ocasiones en diversas ciudades de México, Cuba; Australia y los Estados Unidos.
Por mencionar algunas: 2021 Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano SKULL SARS-CoV-2 / VIRU$, 2020 GEOMETRÍA CONVENTUAL, Museo Exconvento de Tepoztlán, Morelos, México, 2019 GEOMETRÍAS DE LUZ, Galería el Laberinto de los Sentidos, Jardines de México. Morelos, México, 2018 “Ernesto Ríos CONSTELACIÓN TEMPUS FUGIT”, Museo de la Ciudad de Cuernavaca, Mor. México, 2018 “Ernesto Ríos CONSTELACIÓN ADN”, Museo UPAEP, Puebla, Pue. México.