El 6 de enero de 2021 quedará en la memoria del mundo. Ver las escenas de un grupo de extremistas de derecha ingresar por fuerza al Capitolio de Estados Unidos es el canto del cisne para una era: La de Estados Unidos como el gran hegemón, el poder que imponía, a tirios y troyanos, sus reglas morales y decía quién era democrático y quién no.
Lo del día de ayer demuestra que la democracia estadounidense contrajo una enfermedad grave cuando su gente votó por Donald Trump en 2016. El trumpismo exacerbó la locura propia de un grupo en particular que había estado en latencia durante una generación: la de los hombres blancos jóvenes y de mediana edad, furiosos, racistas y mediocres, amantes de las armas, misóginos y homofóbicos.
Sí, pareciera que esa solo es una lista de las atribuciones que el partido demócrata de aquel país hace de sus rivales, el GOP, el otrora gran partido de América, con personajes tan nobles en su historia como Abraham Lincoln y Thomas Jefferson. Pero Trump se aseguró de que esos hombres blancos rábidos fueran sus seguidores más fieles y demolieran a su paso todo lo que Estados Unidos había construido durante décadas de buena administración y el fortalecimiento de lazos diplomáticos con el mundo, en particular con nuestro país.
Lo cierto es que bajo Trump, Estados Unidos parecía ser una invención de Sacha Baron Cohen, un capítulo especialmente pasado lanza de Saturday Night Live. Con asombro, el mundo asistió durante todo el cuatrienio de Trump a la caída del imperio aplastado por su propia arrogancia.
La crítica cultural Camille Paglia alguna vez dijo que Donald Trump era el ejemplo perfecto del sueño americano. Es cierto. El hombre hecho a imagen del Dios del Capitalismo. Fuerte, blanco, adinerado y dispuesto a atropellas a quien no acepte sus reglas. ¿Recuerdan la secuencia inicial de There Will Be Blood, de P. T. Anderson? Ese es Trump y los hombres como él: Construyendo una nación—es piensan de sí mismos—a partir de tierra y esfuerzo.
Asistimos, pues, a la enfermedad mortal de la democracia: la hibris, la desmesura del orgullo americano. Pero no cualquier orgullo, sino el de un grupo de bullysque se vieron por fin representados en la silla presidencial por el Bully mayor. Como buenos abusadores de patio escolar, estos hombres (y un buen número de mujeres, no nos hagamos) se cebaron trepando sobre los más débiles para sentir que eran los reyes de la colina. Ayn Rand estaría orgullosa.
Howard Zinn, en su libro La Otra Historia de Estados Unidos, explica cómo la nación norteamericana es una serie de mitos que exaltan un espejismo, el de un gobierno para todos y emergido de todos. Para Zinn, Estado Unidos es una oligarquía sostenida por un grupo de grandes capitales que utilizan instituciones como el Congreso y el Colegio electoral como fachada de sus tropelías.
Pero antes de Zinn hubo un pensador que revisó el modelo democrático estadounidense y nos dejó algunas lecciones que pueden iluminar ese incendio forestal que fue el trumpismo, cuya llama final vimos por la televisión internacional el 6 de enero del 2021. Hace dos siglos un aristócrata francés de 30 años lo dijo: América caerá algún día por su propia bola igualadora en la que las personas con inteligencia y talento se vería subyugada por mediocres representantes de una aparente mayoría esquinada por la llegada de minorías boyantes.
Alexis de Tocqueville viajó a Estados Unidos en 1831. Veinteañero todavía, aristócrata y creyente de la valía por nacimiento de unos hombres sobre otros, quedó fascinado por algo que en Europa llamaron “el experimento americano”. La democracia.
Hacer un ensayo acelerado sobre La Democracia en América, libro en el que De Tocqueville reúne sus observaciones sobre Estados Unidos y es uno de los libros seminales de la ciencia política moderna, sería un error. La dimensión de libro no solo en su extensión (la cual no es desdeñable), sino en su capacidad de ver a través de la apariencias y hacer una disección cuidadosa de cada aspecto de la vida estadounidense, debe ser apreciada por completo en el disfrute de su lectura.
Tocqueville escribió:
“Los principios sobres los que descansa la constitución americana, sus principios de orden, de ponderación de poderes, de libertad verdadera, de respeto profundo por la ley y el derecho son indispensables para toda república (…) Cuando ya no se encuentren, la República (americana) caerá.
Analicemos las palabras de Tocqueville: la ley dejó de ser respetada en el trumpismo. Un edificio tan sagrado para la vida civil estadounidense como el Capitolio fue arrasado por una turba de gente que ya no cree en “la libertad verdadera” de la que habla el pensador francés.
¿Cuál esta libertad verdadera? La del libre desarrollo en ese país de ciudadanos que destacan no por el uso de la fuerza sino por el esfuerzo y el talento. El sueño americano, pues.
Lo que estamos viviendo Tocqueville lo llamo la mediocridad del gobierno de la turba furiosa que saca pistolas donde habría que haber razones. Hay que tomar esas palabras con una gran cucharada de sal, hay que recordar que Tocqueville como buen aristócrata temía al gobierno popular. Pero lo que podemos reflexionar es que la democracia estadounidense tendrá que buscarse una nueva careta si pretende volver a ser la policía democrática del mundo.
¿Podrá sobrevivir el experimento americano para cuando Joe Biden llegue a la silla en tan solo dos semanas? Recemos porque así sea. En dios confiemos, porque la democracia sigue siendo, por el momento, el mejor modelo de gobierno para todos nosotros”.