Dentro del marco del Mes del Orgullo LGBT+ y en camino a la 41 Marcha, una serie de contenidos que resaltan tanto la lucha como la inclusión, de esta comunidad en la cultura popular y en la materia de lo social.
Han transcurrido 40 años desde la primera manifestación por la defensa de los derechos de la comunidad LGBT+ en la Ciudad de México. En cada edición se ha hecho más presente el apoyo y cobertura mediática. Algo impensable en el siglo XX.
Sin duda, algunos de los factores que han caracterizado a esta conmemoración es el color, la excentricidad y la libertad sexual, pero lo más importante: la seguridad y libertad de ser y sentirse así mismo.
No se puede negar que es un movimiento significativo en sobremanera porque deconstruye paradigmas y esquemas establecidos desde hace varias décadas. Asimismo, reivindica los derechos y las exigencias –totalmente aceptables- de una comunidad que se ha visto marginada históricamente.
Esta 41° celebración cuenta con un cartel realizado por Reyna Pelcastre Reyes que, con el lema “ser es resistir” y un diseño fresco y colorido, evoca a El baile de los 41, nombre que se le designó a aquél encuentro de diversidad que tuvo lugar en la capital de nuestro país durante el porfiriato. Un suceso que hoy carga con gran significado simbólico para la historia LGBT+ en nuestra sociedad.
Durante el siglo XIX e inicios del siglo XX, resultaban frecuentes los bailes donde sólo acudían hombres o féminas. Eventos muy exclusivos dignos de la aristocracia del país, sin embargo, muchos de ellos se realizaban de manera clandestina por la censura, discriminación y condena pública hacia cualquier expresión de diversidad sexual.
Carlos Monsiváis describe a un grupo de 41 hombres: 22 vestidos de hombre y 19 vestidos de mujer, en un evento que tuvo lugar en la colonia Tabacalera el 18 de noviembre de 1901. Faldas, perfumes caros, pelucas con rizos, caderas y pechos postizos, aretes, choclos bordados, maquillajes de blanco o de colores estridentes, zapatos bajos con medias bordadas, abanicos, trajes de seda cortos, ajustados al cuerpo con corsé.
La trascendencia de este acontecimiento no radica en la fiesta en sí, es decir, eventos de este tipo los hay en todas las culturas y en todas las épocas. La diversidad sexual no fue novedad. No obstante, en una aristocracia de cualidad extremadamente machista, era impensable la habilitación de una reunión del estilo, aún más en una dictadura militar.
Lo interesante es que, frente a estas adversidades, Ignacio de la Torre y Mier, esposo de Amada Díaz –hija de Porfirio Díaz- se encontraba en dicha festividad junto con Antonio Adalid, ahijado de Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota. La fiesta incluía, entre otras cosas, la rifa de un joven agraciado. Se trataba de un concurso para estar con un trabajador sexual. Las crónicas de la época relatan que el evento fue allanado por la policía luego de percatarse de la escandalosa deshonra al sistema militar, y lo que comenzó como una celebración, concluyó en una historia de violencia y discriminación sexual.
Monsiváis relata que se le permitió a Ignacio de la Torre huir de las sanciones y exhibición a la que fueron sometidos los asistentes de aquel encuentro. El primer castigo que impuso la policía, de manera arbitraria, fue barrer la calle aún vestidos de mujer. Posteriormente, sin un debido proceso legal o juicio previo, las víctimas fueron trasladadas hacia Veracruz –solo 19 de los 41 detenidos– a realizar trabajos forzados.
Sin duda se trató de una condena ilegal y arbitraria, donde se violaron los derechos humanos y civiles, sin embargo, se argumentó que el evento no contaba con permiso, y aunque la homosexualidad no es considerada como un delito o sancionada por las leyes, se recurrió a una interpretación muy ambigua y poco acertada sobre el Código Penal, en el cual se sancionaban delitos contra la moral y las buenas costumbres.
El caso requirió secrecía por los personajes presentes y el posible impacto social en la familia presidencial, y claro, en la aristocracia. Se ejerció censura periodística, sin embargo, los periódicos de la época encontraron sus propios medios para difundir la noticia.
Daniel Cabrera, por su parte, publicó en El hijo del Ahuizote un artículo titulado “La aristocracia de Sodoma al servicio nacional” donde, además de criticar el hecho en sí, habló de la “depravación sexual” en la aristocracia porfiriana.
Lo más significativo de la Redada de los 41 es, reiteradamente el hecho mismo de la detención arbitraria y sin justificaciones legales de un grupo que se divierte una noche de sábado. Destaca, además, la distinción de clases dentro de las sanciones impuestas, pues aquellos personajes que pertenecían a la clase dominante no fueron objeto de castigos e imprudencias sociales.
Este antecedente histórico permitió que se continuaran con redadas de este tipo sujetas a chantajes policiacos, torturas y encarcelamientos bajo la mención de ataque a la moral y las buenas costumbres y con el consentimiento y aprobación de los homofóbicos de sociedad.
El número 41 pasó a formar parte de la cultura popular mexicana para referirse, de manera opaca y con sátira, a los homosexuales. Para recordar el suceso, en 2001 fue colocada una placa a un costado del Centro Cultural José Martí, ubicado en la calle Dr. Mora, que representa a dos hombres desnudos, cuyas piernas expresan el número 41.
Así, como acostumbran estas historias dentro de temas tan delicados y contextualizados por costumbres tan lejanas, el baile de los 41, hoy no se puede recordar en sus detalles que hablan de la rigidez oportuna que ha guiado nuestro tratamiento histórico de la comunidad LGBT+, sino en su influencia simbólica de resiliencia e indiscutible integración social.