“¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes)”. Walt Whitman.
Cassandra no es una, es dos. Y, en Las dos Cassandras (de la directora Patricia Rozema), sus dualidades, contradicciones, complejos y culpas la llevarán a realizar un viaje (por 48 horas) de autodescubrimiento que bien podría ser también el de cualquier mujer sub-30 de esta época.
Si la antropología social hace rato se debate entre las ideas de la maternidad como instinto o como construcción social, ¿por qué no pensar lo mismo sobre el papel de la hija?
La muerte de la progenitora es el punto de partida de esta película que propone la deconstrucción de una relación hija-mamá, vista desde el lugar de la primera, quien deberá escribir y pronunciar el discurso para el funeral de la segunda.
El plano se abre y nos muestra a las dos Cassandras (es decir, a la hija) con atuendos music hall. Frente al féretro de la madre cantan una canción sobre esta: sobre esa mujer que solo sabía aguantar.
¡Logré capturar la esencia de mamá! Mamá era un tapete de puerta. Se acostaba para que la gente le pasara por encima.
Por momentos así de cruel y por otros más conmovedora, para esta traspolación al cine de la obra de teatro homónima escrita por Norah Sadava y Amy Nostbakken -mismas actrices que protagonizan la obra original y este filme-, Rozema quiso conservar el atractivo más fuerte de la propuesta de base: dos mujeres que magistralmente interpretan a una sola.
Además, le confirió la sutileza de una mirada profundamente feminista que nunca se convierte en discurso obvio, adoctrinador o panfletario.
Una narrativa que juega continuamente con los flashbacks, una sobria dirección de fotografía y un ritmo a caballo entre el humor y el drama completan la fórmula que hace de esta producción una de las más interesantes de la primera Semana de Cine Canadiense en México.