//Por: Alejandro Escobedo
Existe una teoría que dice que si alguna vez alguien descubre exactamente para qué existe el universo y por qué está aquí, probablemente ese alguien desaparecerá instantáneamente y será reemplazado por algo extraño e inexplicable. Hay otra teoría que dice que esto, de hecho, ya sucedió. Encontrar respuestas a las preguntas correctas es fácil, en cambio, hacer las preguntas que importan, eso sí es difícil. Hoy, esas respuestas nos las dan las computadoras pero, ¿y si un día nos encontramos con que nos dan preguntas? Esa es exactamente la revolución que ha empezado y que llega a pasos agigantados toda vez que muchas barreras de ciencias computacionales se han roto con respecto a la inteligencia artificial y al aprendizaje automático de las máquinas (del inglés machine learning).
Entendamos ‘máquina’ como algo creado simplemente para automatizar trabajo. Nos gusta creer en una máquina pensante como algo surreal porque ésta no puede ir más allá de las instrucciones que tiene programadas, es algo que sabemos, pero al mismo tiempo, las máquinas de hoy son tan complejas que, como no sabemos qué hacen exactamente al resolver problemas, por un momento, al accionarlas, nuestro deseo máximo es que entiendan lo que quisimos decir y esperamos, sí, que piensen. Esta paradoja es interesantísima porque, en muchos sentidos, el abismo entre una máquina que recibe instrucciones y otra que predice comportamientos se acorta rápidamente. Un ejemplo claro es la aplicación Prisma. A simple vista parece un sencillo set de filtros para Instagram, pero en el fondo es algo mucho más complejo e importante: la app toma tu imagen, la manda a procesar a una red de computadoras modeladas a partir del funcionamiento del cerebro y el sistema nervioso humano y reinterpreta la imagen artísticamente, con un ‘estilo’; es decir, tu fotografía se vuelve a crear en la imaginación de un cerebro artificial.
Podemos empezar a jugar con esta tecnología de formas divertidas y pedirle, por ejemplo, que escriba una canción o que cree una melodía después de escuchar música navideña durante horas. El resultado, hasta ahora, es algo vergonzoso y espeluznante. Para nuestros estándares y gustos creativos tal vez no sea suficiente todavía para destronar a la vocaloid Hatsune Miku, pero el sólo hecho de que logre terminar la obra y que haga sentido es un éxito mayúsculo tomando en cuenta que estos sistemas están diseñados para aprender y mejorarse solos.
Está bien, pero, ¿cuándo es que estas cosas serán útiles? Ya lo son, se llaman asistentes virtuales, permean todo lo que conocemos (Siri, Cortana, Alexa, Google Now…) y están para quedarse, con cada vez más competidores en la escena. Uno de los más interesantes es Viv, creado por las mismas mentes que engendraron a Siri hace unos años, esta vez con la premisa de ser no sólo un asistente, sino una interfaz abierta e inteligente para poder conectar con cualquier servicio. A Viv podrás darle instrucciones complejas como: “envía flores a mi mamá”, seguido de “le gustan los tulipanes”, y todo el ecosistema de servicios conectados (ojo, no de aplicaciones instaladas) lo harán posible.
Esto nos lleva al siguiente requerimiento que deben cumplir esos sistemas tan esotéricos: comprendernos. La siguiente tendencia en inteligencia artificial son los sistemas conversacionales. Poco a poco dejamos de llamarlos simples bots responsivos y los consideramos más como seres pensantes, al estilo de HAL 9000 en 2001: A Space Odyssey. Allo, de Google, parece por fuera otra app cualquiera de mensajería instantánea, pero al usarla te das cuenta de que puedes, literalmente, chatear con ella. Atrás quedan las búsquedas de palabras clave o deducciones a partir de los gustos estadísticos de un promedio en el que nadie realmente encaja; estas personas virtuales aprenden de ti y personalizan la experiencia para ti. Her está a la vuelta de la esquina.
El tema se pone aún más interesante si hablamos de implicaciones serias e incluso éticas. Los autos de Tesla integrarán la capacidad de manejar solos en una siguiente actualización del sistema operativo de sus computadoras. Suena difícil pensar en confiar nuestra vida a algo con lo que no sabemos cómo razonar, aunque lo hayamos creado nosotros mismos. ¿Qué nos detiene de poner como filtro a un sistema de inteligencia artificial para recursos humanos que rechace o acepte a un aspirante? El componente humano tal vez nunca se vaya, siempre tendremos una historia de una máquina que ganó la guerra, pero aun arrojando monedas al aire para decidir el futuro no podremos resistirnos a experimentar con uno que otro campo de controversia y aventar toda la culpa a la tecnología cuando las cosas no salgan bien.
Hasta hace poco los sistemas de encriptación eran considerados bastante seguros, decían que para romper algunas claves una computadora, intentando todas las combinaciones, podía tardar alrededor de siete y medio millones de años. Hoy, con el advenimiento de las ventajas poderosas de la computación cuántica y estos nuevos algoritmos inteligentes, no importa cuántos caracteres, números, símbolos y mayúsculas pongas a tu contraseña, la complejidad no es un problema. Este es el impacto de dichas tecnologías. Elon Musk no está loco al llamar a la inteligencia artificial una amenaza existencial si no se toman acciones para mantenerla a raya.
Dejando de lado el fatalismo, esta es una forma increíble de plantear el mundo por millonésima vez a través de avances tecnológicos. Al final del día, la mano invisible de la economía que mueve al mundo será la que dicte el éxito de aplicaciones que mejoran nuestra vida, respondiendo diagnósticos diferenciales médicos al mismo tiempo que nos colocan caras de perrito en Snapchat. Al final, lo que en verdad queremos es una respuesta práctica y simple que nos explique el sentido de la vida, el universo y básicamente todo. Quién sabe, tal vez un día una computadora lo suficientemente avanzada, después de un pensamiento profundo, nos pueda responder.